sábado, 18 de abril de 2020

La nueva política de los siglos XVII y XVIII

En los siglos XVII y XVIII pueden distinguirse políticamente dos grandes períodos: el correspondiente a las monarquías absolutas y el despotismo ilustrado y el de las revoluciones liberales.

1. Absolutismo y despotismo ilustrado
En toda Europa, desde la monarquía y la corte, se favoreció el proyecto ilustrado y se impulsó la investigación científica y el desarrollo técnico y económico, creando mercados nacionales y fomentando políticas mercantilistas. Se unificaron los mercados interiores y se fomentó la industria de los grandes talleres artesanos. Se favoreció la creación de caminos y canales navegables que hicieron más fácil el desarrollo del comercio interior y exterior, que se vio impulsado por una intensa actividad debida a la expansión colonial.
El absolutismo consagró políticas intervencionistas que crearon las condiciones necesarias para el posterior desarrollo de la industrialización y la expansión de los mercados.

2. Las revoluciones liberales
Las ideas liberales legitimaron la transformación radical de las condiciones de vida y de trabajo que se desarrollaron a mediados del siglo XVIII y durante el XIX. Fueron también el origen de las revoluciones liberales inglesa y francesa.
Desde el punto de vista político se distinguieron por la defensa del individuo y de los derechos individuales. La sociedad era el resultado de un pacto entre individuos, mediante el cual cada uno renunciaba al ejercicio de la violencia a favor de la Monarquía o del Estado que encarnaba la soberanía. El individuo debía protegerse frente al poder mediante un juego de contrapesos o lo que se ha llamado la división de poderes, de tal forma que unos poderes limitaban y controlaban a los otros.
Desde el punto de vista económico destacan algunas de sus ideas:

La defensa del individualismo y la libre iniciativa individual.
Su visión del hombre como homo oeconomicus (hombre económico). Esta expresión latina se usa para indicar una concepción del hombre cuyos rasgos son el individualismo, el egoísmo y la racionalidad. El hombre es un individuo calculador, racional y egoísta y sólo desde ahí orienta su comportamiento, calculando fríamente costes y beneficios para sí.
La separación entre el espacio público, ámbito de la política y sometido a la ley, y el espacio privado, ámbito de la intimidad e inviolable.
La idea de que el bien general se sigue como consecuencia no querida de la búsqueda del bien y del interés individual. Por ello, el Estado debe abstenerse de intervenir en la economía y dejarla en manos de la iniciativa individual y privada. La intervención del Estado distorsiona la economía e introduce desorden en el sistema económico. El mercado es el gran instrumento que regula automáticamente las relaciones entre los individuos y las cosas. Si se deja el mercado a sí mismo, el mecanismo de la oferta y la demanda establecerá automáticamente los precios justos y el equilibrio entre las partes. El mercado es capaz de resolver satisfactoriamente todas las demandas y necesidades de los individuos.
El único papel del Estado es garantizar la seguridad exterior, el orden público y el respeto a los pactos entre particulares, así como la persecución de todo lo que vaya en contra de la libre competencia. Los sindicatos, los gremios, las antiguas estructuras corporativas, etc., son elementos que distorsionan el juego del libre mercado. Se impone la política del laisez faire.

Laissez faire, laissez passer, le monde va de lui même.
Dejar hacer, dejar pasar, el mundo va por sí mismo.

Esta frase expresa la doctrina de que hay un orden natural de las cosas, regido por sus propias leyes, y que lo mejor es dejar que funcionen por sí mismas sin intervención de ningún tipo. Se convirtió en el lema del primer liberalismo económico.

Los pioneros del absolutismo económico soñaron con una sociedad sin trabas para el comercio, de modo que viviese al ritmo marcado por el desarrollo de un mercado autorregulador. Pero este pilar central del credo liberal -que proporciona refuerzo y sentido a otras piezas fundamentales del sistema de mercado del siglo XX, tales como el patrón oro, el equilibrio entre las potencias y el propio Estado liberal-, dejó a las sociedades a mercer de los vaivenes imprevisibles provocados por la especulación, el afán de lucro y la libre competencia de los negocios. Por primera vez en la historia de la humanidad, la sociedad se convertía en una simple función del sistema económico y flotaba sin rumbo en un mar agitado por las pasiones y los intereses, como un corcho en medio del océano. La tierra, los hombres y el dinero se vieron fagocitados por el mercado y convertidos en simples mercancias para ser compradas y vendidas. La naturaleza y los hombres, como cualquier otro objeto de compraventa, sometido a la ley de la oferta y de la demanda, quedaron al arbitrio de un sistema caótico que ni tan siquiera conspicuos industriales, hábiles políticos y sagaces financieros acertaban a gobernar. Las viejas formas de sociabilidad fueron sacrificadas al nuevo ídolo del mercado autorregulador.
F. Álvarez-Uría y J. Varela, Economía y sociedad