lunes, 10 de febrero de 2014

La vegetación de la España atlántica

1. Características de los paisajes vegetales españoles
 a)  Originalidad y complejidad: La originalidad y complejidad de éstos es la primera nota a destacar. En la Península existe un buen número de especies endémicas, superior a muchos países europeos, que ocupan extensos espacios, y tienen, por tanto, valor geográfico. Pero, además, la Península es encrucijada de influencias colonizadoras. Especies europeas (abeto, pino albar), mediterráneas, alpinas, norteafricanas (pinsapo, araar), están representadas.
 b)  El amplio espacio ocupado por las formaciones subseriales de matorrales: Si se ha estimado que antes de la acción humana los bosques de cupulíferas o esclerofilos cubrirían el 82% de la superficie, en la actualidad las masas de bosques tan sólo ocupan un 24% mientras que el matorral o pastizal cubre un 21%. Por otra parte, es necesario resaltar que las formaciones subseriales regresivas están localizadas en los espacios de peores condiciones ecológicas (edáficas, geomorfológicas o climáticas) y lo mismo sucede con los bosques: en la España atlántica cubren las pendientes acusadas; en la Iberia seca los dominios ecológicos más severos (macizos, penillanuras, vertientes).
 c)  La variedad de condiciones climáticas permite distinguir tres conjuntos botánicos bien definidos. El de la España atlántica, el de la España mediterránea y un tercero más difícil de interpretar y delimitar, pero con características propias, que es el levantino y sobre todo el del Sureste subárido.


2. Factores condicionantes de los paisajes vegetales
Varios son los factores que nos explican la localización de las comunidades botánicas:
 a)  Las condiciones climáticas son decisivas, sobre todo las precipitaciones, tanto por su influencia directa como a través de los suelos; la aridez edáfica tiene también gran valor. Las temperaturas influyen en menor medida.
 b)  El relieve introduce condiciones ecológicas singulares: aumentan las precipitaciones en altitud, hasta ciertos límites, y disminuyen las temperaturas; es un medio ecológico con suelos poco maduros y en pendiente, mayor insolación y fuertes vientos en las zonas cacuminales. Introducen condiciones atlánticas en la Iberia seca.
 c)  Los suelos de la Iberia húmeda son maduros, evolucionados; la localización de las especies es indiferente. En la Iberia seca conservan las características de las rocas madres y, por tanto, las distintas especies se localizan en relación con sus exigencias.
 d)  Las formaciones y asociaciones vegetales colonizaron la Península en un período postglaciar; casi todas ellas en el denominado óptimo postglaciar (7000 - 4500 años), otras con antelación o posterioridad (pino albar, abeto, haya). Hubo fluctuaciones que determinaron la emigración de especies (robles en Sierra Nevada, encinas en La Liébana).
 e)  Por último, el hombre ha sido un factor decisivo. Ha roturado amplios espacios, reservando los medios ecológicos más duros al manto vegetal. Pero además, en los sectores cubiertos por éste ha alterado profundamente las características climáticas. Los bosques o monte ciego han sido clareados y transformados en monte hueco por exigencias de un abusivo pastoreo; la tala abusiva ha modificado el porte y la fisonomía de las antiguas especies. El hombre ha favorecido la colonización de especies regresivas de crecimiento más rápido (pino piñonero) y ha introducido especies exóticas (eucalipto). Ha sido el responsable de las enormes extensiones de matorrales y calveros.

Hayedos en Navarra
3. La vegetación de la España atlántica
Se caracteriza por el predominio del bosque, aunque las landas y praderas ocupen una extensión considerable. Las formaciones arbóreas se caracterizan por su densidad y el gran porte de los ejemplares. Son casi todos ellos caducifolios de grandes exigencias híbricas y temperaturas suaves. Las especies dominantes son los robles (el común, el negral o marojo) que ocupan las zonas más bajas, y el hayedo por encima de los 1.000 metros. Los robles tienen afinidad silícea mientras que las hayas prefieren suelos calizos, por lo que están ausentes de Galicia. Formando asociaciones con estas especies dominantes existen otros tipos, todos ellos de grandes exigencias hídricas (castaños, fresnos, tilos, olmos, avellanos) junto con un sotobosque formado fundamentalmente por helechos. Con un valor secundario, pero interesantes desde un punto de vista geográfico, cabe destacar islotes de encina y especies introducidas por el hombre (castaño, pino rodeno y eucaliptus).
Localizada en los suelos más ácidos, o en los azotados por el viento, se desarrolla una formación de matorrales cuya composición es muy semejante a las landas de Europa occidental. Los brezos, tojos o argoma y la brecina son las especies dominantes. Constituye un estadio regresivo de formaciones arbóreas.

domingo, 9 de febrero de 2014

La formación de la personalidad

1. Características de la personalidad
1ª) La personalidad es única. Ésta implica el concepto de individualidad.
2ª) La personalidad es una integración. Supone una organización, una integración de funciones diferentes. Ahora bien, los factores que integran la personalidad (constitucionales y socioculturales) no actúan siempre armoniosamente.
3ª) La personalidad es una organización dinámica y temporal. Es dinámica, porque esta organización está en constante cambio y desarrollo; es temporal, porque es propia de un individuo concreto que vive históricamente.
4ª) La personalidad se afirma como un estilo a través de la conducta y por medio de ella.

Filloux define la personalidad como la configuración única que toma, en el transcurso de la historia de un individuo, el conjunto de los sistemas responsables de su conducta.
Esta definición es semejante a la de Allport: "La personalidad es la organización dinámica, dentro del individuo, de aquellos sistemas psicofísicos que determinan sus ajustes únicos a su ambiente".

2. Los elementos individuales y socioculturales
La personalidad supone la individualidad; pero es también el producto de múltiples fuerzas que provienen del medio sociocultural. La estructura de la personalidad supone la constante interacción que existe entre los elementos constitucionales dados y los adquiridos en función del medio.
La antropología cultural parte del principio de que todo individuo sufre en su desarrollo un proceso de endoculturación, es decir, de integración a una cultura. Kardiner desarrolló sobre esta idea su concepto de personalidad básica, que designa una configuración psicológica particular común a todos los miembros de un grupo sociocultural determinado, que se exterioriza en un cierto estilo de vida, sobre el cual los individuos bordan sus características individuales. Cada cultura da un sello específico a la personalidad de sus miembros, que difiere de una cultura a otra.

3. El educador y la formación de la personalidad
Toda personalidad se desarrolla de forma continua, desde que el hombre nace hasta que muere, y se afirma a través de la conducta. La personalidad se forma a través de la conducta, pero, a su vez, por medio de la conducta se expresa la personalidad.
El papel del educador en la formación de la personalidad ha de consistir en ayudar al ser joven a mantener la coherencia y la estabilidad de los factores que la integran, evitando que la diversidad de éstos altere su unidad. El educador ha de observar atentamente la aparición de las características personales, procurando afianzar lo que encuentre en ellas de valioso y de reprimir o rectificar lo que considere nocivo. El maestro tratará de estimular la formación del ser joven rodeándolo con los valores y bienes superiores del mundo de la cultura, pero irá limitando paulatinamente su gravitación personal para ceder el paso a la personalidad que brota. No ha de olvidar nunca que la educación tiene, como objetivo último, la formación del ser libre y responsable, portador de valores acatados conscientemente.

sábado, 8 de febrero de 2014

La enseñanza de la inmadurez, por Enrique Gil Calvo

Enrique Gil Calvo, profesor de
Sociología de la Universidad
Complutense de Madrid
 Artículo publicado en EL PAÍS, el 30 de mayo de 1998 
En el 30º aniversario de aquella revolución de los jóvenes que fue Mayo del 68, un nuevo fantasma recorre Europa: es la violencia que prolifera en las aulas donde se educan los menores de edad. He aquí ejemplos norteamericanos recientes: en octubre, un alumno de 16 años mató a dos compañeros en Misuri; en diciembre, otro adolescente de 14 años mató a tres condiscípulos en Kentucky; en marzo, dos estudiantes de 11 y 13 años mataron a cuatro compañeros y a una profesora en Arkansas; en abril, otro chico de 14 años mató a uno de sus profesores en Pensilvania, y este mismo mayo, un muchacho de 15 años acaba de matar a sus padres y a un compañero, hiriendo gravemente a siete más en Oregón. Es verdad que la abundancia de armas garantizada por la Constitución norteamericana explica buena parte de esta criminalidad adolescente. Pero en Francia o Inglaterra, donde el Estado monopoliza la violencia, también los menores la ejercen con alegre inmadurez.La interpretación más acorde con la mitología de Mayo considera esta violencia como la vanguardia de la última revolución pendiente: la de la nueva clase dominada de los menores de edad, excluidos de su integración adulta por los mayores dominantes. Una vez aburguesados los proletarios y liberadas las mujeres, sólo quedarían los menores inmaduros como únicos sujetos potencialmente revolucionarios, capaces de cuestionar con insolvente insolencia el vigente orden social. Pero se debe desconfiar de tal apología, pues esta violencia inmadura no es sino el indicio representativo de otras muchas anomalías que trastornan el proceso de emancipación juvenil: caída de la lectura y fracaso escolar, alcoholismo y toxicomanías, promiscuidad y embarazos precoces, paro y empleo precario, prolongación de la dependencia juvenil, bloqueo de la nupcialidad y la fecundidad...
A pesar de la prolongación de la escolaridad, el proceso de inserción adulta de los jóvenes está fracasando. Y este fracaso se cifra sobre todo en el alargamiento y distorsión del calendario emancipatorio. En el extremo inicial, la adolescencia cada vez se adelanta con mayor precocidad, cayendo en la práctica temprana de conductas arriesgadas por prematuras: sexualidad, drogadicción, violencia, agresividad. Y en el extremo terminal, los jóvenes posponen y difieren el momento de su emancipación hasta edades cada vez más tardías, prolongando indefinidamente su dependencia de la familia. ¿Qué factores explican el fracaso de los menores, que, cuanto más se sobreeducan, más incapaces parecen de superar su incurable inmadurez?
La sociedad civil se llena de mala conciencia, reclamando soluciones tranquilizadoras. Y lo más tentador es recurrir entonces a más de lo mismo, con reformas de la enseñanza que siempre terminan por prolongarla, reforzando el círculo vicioso de su hipertrofia. Pero, cuando el fracaso educativo se hace evidente, la opinión pública pasa a exigir la adopción de medidas más drásticas. Aquí se dan dos modelos de soluciones contrapuestas. De un lado, el modelo anglosajón del sálvese quien pueda, donde la responsabilidad de emanciparse es exclusivamente personal. Y el mejor ejemplo de esta vía individualista lo tenemos en Inglaterra, donde acaba de inaugurarse una cárcel sólo reservada a criminales de 12 a 14 años de edad. La filosofía subyacente a este modelo es claramente autista, pues las familias y las autoridades ya no son consideradas responsables de la corrección de unos menores precozmente forzados a responsabilizarse a solas.
El modelo opuesto es el continental o latino, que descarga toda la responsabilidad sobre el pater familias. Un ejemplo es Francia, donde acaba de aprobarse un informe sobre delincuencia de menores que recomienda castigar con penas de cárcel a los padres que hayan incumplido su responsabilidad educativa. Llueve sobre mojado, pues en 1889, el código francés ya penalizó la paternidad indigna. Y, tras la posguerra, los terapeutas han venido denunciando el eclipse o la ausencia del padre en las familias de clase media. Ésta es la imputación de responsabilidad exclusivamente paterna que hoy hace suyo el feminismo. Pero la filosofía subyacente es, desde luego, familista: los menores no son responsables de sus actos, pues sólo lo son sus progenitores, y la culpabilidad por acción u omisión pertenece siempre a la familia.
Pues bien, estas dos posturas sobre la responsabilidad de los menores son las mismas que se ofrecen a la hora de explicar el fracaso de la emancipación juvenil. Por supuesto, está el paro estructural, el empleo precario y la carestía de la vivienda. Pero, descontando la evidente influencia de la coyuntura económica, subsiste el hecho de que los jóvenes parecen impotentes o no se esfuerzan lo suficiente a la hora de labrarse su propia independencia. ¿Es culpa de ellos que sigan dependiendo de sus padres a edades tardías, sin hacer lo necesario para echar a volar y vivir por su cuenta? ¿O es culpa de su familia, que les tolera su dependencia sin exigirles que se emancipen de ella?
Queda una tercera posibilidad, y es la de culpar a las autoridades públicas, que están incumpliendo su responsabilidad educativa tras habérsela expropiado a los menores y a sus familias. La experiencia acumulada sobre la evaluación de la enseñanza por autores como Nathan Glazer o Daniel Moynihan ha revelado múltiples efectos perversos. Y los informes de James Coleman han alertado contra la burocratización educativa, que no sólo induce en los menores una ideología estudiantil de consumismo hedonista y desprecio por el trabajo, sino que crea una incompatibilidad institucional entre escuela y familia, donde cada menor queda atrapado en un juego de la soga que le desgarra tironeándole con fuerzas antagónicas. Así es como el sistema educativo resulta doblemente desautorizado, y los menores parecen incapaces de prestarle crédito alguno a cualquier posible autoridad moral.
¿A quién responsabilizar, por tanto, de la inmadurez de los jóvenes: a las autoridades académicas, a ellos mismos o a sus familias? ¿A todos a la vez? ¿O a ninguno quizá, si es que traspasamos la responsabilidad al abstracto mal absoluto de un chivo expiatorio como la cultura audiovisual (la auténtica enseñanza informal que por defecto reciben nuestros menores), tal y como sostiene la vigente telefobia?

sábado, 1 de febrero de 2014

Porcofilia y porcofobia

El cerdo sigue siendo una abominación para millones de judíos y cientos de millones de musulmanes, pese al hecho de que puede transformar granos y tubérculos en proteínas y grasas de alta calidad de una manera más eficiente que otros animales.
¿Por qué dioses tan sublimes como Yahvé y Alá se han tomado la molestia de condenar una bestia inofensiva e incluso graciosa, cuya carne le encanta a la mayor parte de la humanidad?
Moisés Maimónides, médico de la corte de Saladino en El Cairo durante el siglo XIII, nos ha proporcionado la primera explicación naturalista del rechazo judío y musulmán de la carne de cerdo. Maimónides decía que Dios había querido prohibir la carne de cerdo como medida de salud pública. La carne de cerdo, escribió el rabino, "tenía un efecto malo y perjudicial para el cuerpo". Maimónides no especificó cuáles eran las razones médicas en que se basaba esta opinión, pero era el médico del sultán y su juicio fue muy respetado.
A mediados del siglo XIX, el descubrimiento de que la triquinosis era provocada por comer carne de cerdo poco cocida se interpretó como una verificación rigurosa de la sabiduría de Maimónides.
El cerdo es un vector de enfermedades humanas, pero también lo son otros animales domésticos que musulmanes y judíos consumen sin restricción alguna.
La Biblia y el Corán condenaron al cerdo porque la cría de cerdos constituía una amenaza a la integridad de los ecosistemas naturales y culturales de Oriente Medio.


Los hebreos eran pastores nómadas que vivían casi exclusivamente de rebaños de ovejas, cabras y ganado vacuno, hasta su conquista del Valle del Jordán en Palestina, a principios del siglo XIII a.C.
Las zonas mundiales de nomadismo pastoral corresponden a llanuras y colinas deforestadas, que son demasiado áridas para permitir una agricultura dependiente de las lluvias y que no son fáciles de regar. Los animales domésticos mejor adaptados a estas zonas son los rumiantes: éstos tienen bolsas antes del estómago que les permiten digerir hierbas, hojas y otros alimentos compuestos principalmente de celulosa con más eficacia que otros mamíferos.
Sin embargo, el cerdo es ante todo una criatura de los bosques y de las riberas umbrosas de los ríos. Aunque es omnívoro, se nutre perfectamente de alimentos pobres en celulosa, como nueces, frutas, tubérculos y sobre todo granos, lo que le convierte en un competidor directo del hombre. Además, el cerdo tiene el inconveniente de no ser una fuente práctica de leche y es muy difícil conducirle a largas distancias.
El cerdo debe humedecer su piel en el exterior para compensar la falta de pelo protector y su incapacidad para sudar. Prefiere revolcarse en lodo limpio y fresco, pero cubrirá su piel con su propia orina y heces si no dispone de otro medio. Cuanto más elevada es la temperatura, más "sucio" se vuelve el cerdo. Así, hay cierta verdad en la teoría que sostiene que la impureza religiosa del cerdo se funda en la suciedad física real. Sólo que el cerdo no es sucio por naturaleza en todas partes; más bien, el hábitat caluroso y árido del Oriente Medio obliga al cerdo a depender al máximo del efecto refrescante de sus propios excrementos.
Entre los años 7.000 y 2.000 a.C., la carne de cerdo se convirtió aún más en un artículo de lujo. Durante este período, la población humana de Oriente Medio se multiplicó por sesenta. Al crecimiento de la población acompañó una extensa deforestación, como consecuencia, sobre todo, del daño permanente causado por los grandes rebaños de ovejas y cabras. La sombra y el agua, las condiciones naturales adecuadas para la cría de cerdos, escasearon cada vez más; la carne de cerdo se convirtió aún más en un lujo ecológico y económico. Cuanto mayor es la tentación, mayor es la necesidad de una prohibición divina. Generalmente se acepta esta relación como adecuada para explicar por qué los dioses están siempre tan interesados en combatir tentaciones sexuales tales como el incesto y el adulterio. El Oriente Medio es un lugar inadecuado para criar cerdos, pero su carne constituye un placer suculento. La gente siempre encuentra difícil resistir por sí sola a estas tentaciones. Por eso se oyó decir a Yahvé que tanto comer el cerdo como tocarlo era fuente de impureza.


Todavía persisten muchos interrogantes. ¿Por qué los judíos y musulmanes que ya no viven en Oriente Medio continúan observando, aunque con grados diferentes de exactitud y celo, las antiguas leyes dietéticas?
Los tabúes cumplen también funciones sociales, como ayudar a la gente a considerarse una comunidad distintiva. La actual observancia de reglas dietéticas entre los musulmanes y judíos que viven fueran de sus tierras de origen del Oriente Medio cumple perfectamente esta función.
Conoceremos mejor a los porcófobos si volvemos a la otra mitad del enigma, es decir, a los amantes de los cerdos.
El amor a los cerdos no se alcanza simplemente mediante un entusiasmo gustativo por la cocina de la carne de cerdo. También incluye en ciertas tradiciones el criar cerdos como miembros de la familia, conducirlos con una correa o llorar por ellos cuando están enfermos.
A diferencia del amor a las vacas entre los hindúes, el amor a los cerdos incluye también el sacrificio obligatorio de cerdos y su consumo en acontecimientos especiales. El clímax del amor a los cerdos es la incorporación de la carne de cerdo a la carne del anfitrión humano y del espíritu del cerdo al espíritu de los antepasados.