jueves, 29 de diciembre de 2016

Paralización de la Reconquista

Castillo de Jadraque (Guadalajara) - Los castillos levantados en los últimos siglos de la Edad Media eran ante todo un instrumento del poder económico y social de la alta nobleza. Desde ellos vigilaban sus dominios y ejercían la autoridad sobre los habitantes del contorno.
La Península Ibérica no escapó a la crisis general de la sociedad feudal europea del siglo XIV. Sus síntomas fueron inequívocos: detención de la Reconquista ante las fronteras del minúsculo reino de Granada, catástrofes demográficas, repetidas crisis dinásticas, pero, sobre todo, como rasgo más definitorio, acentuación de las luchas sociales. Ahora bien, la depresión impulsó la búsqueda de soluciones nuevas, que no se hicieron esperar. En los siglos XIV y XV se configuró un modelo global de organización sociopolítica en el que coexistían la prepotencia económica indiscutible de la alta nobleza con la centralización de las tareas de gobierno en la monarquía.

1. Introducción
A finales del siglo XIII la mayor parte del territorio peninsular se encontraba bajo dominio cristiano. Al Islam sólo le quedaba un pequeño reducto, el reino nazarita de Granada. De acuerdo con los tratados de reparto firmados tiempo atrás por castellanos y aragoneses, la tarea reconquistadora contra el último baluarte del Islam peninsular le correspondía al reino de Castilla. Pero desde finales del siglo XIII hasta la época de los Reyes Católicos las fronteras entre cristianos y musulmanes prácticamente no sufrieron modificaciones. Aragón, por su parte, una vez concluida su tarea en la pugna secular contra los infieles hispánicos, protagonizó una formidable expansión por el Mediterráneo.

2. El agotamiento de la actividad reconquistadora
Después de las grandes campañas de la época de Fernando III y de Alfonso X el impulso reconquistador de castellanos y leoneses parecía haberse agotado. El estancamiento de la Reconquista obedecía, entre otros factores, a la profunda crisis interna (demográfica, social y política) que estaba padeciendo el reino de Castilla. Durante algún tiempo, desde la época de Sancho IV hasta el reinado de Alfonso XI, a mediados del siglo XIV, todo el esfuerzo militar castellano-leonés se centró en torno al estrecho de Gibraltar, cuyo dominio se juzgaba indispensable. La presencia en la zona de los benimerines norteafricanos, que poseían una eficaz marina, hacía más urgente la intervención militar castellana. Alfonso XI, aunque fracasó en su intento de recuperar la plaza de Gibraltar, obtuvo éxitos muy brillantes, la victoria de Salado (1340) y la ocupación de Algeciras (1344). Puede decirse que desde aquellas fechas estaba asegurado para Castilla el dominio del Estrecho, lo que tuvo amplias repercusiones desde el punto de vista marítimo y comercial. 
Pero las guerras intestinas en que se vio envuelta Castilla desde la segunda mital del siglo XIV tuvieron como consecuencia la paralización de las campañas militares contra el Islam. Éstas sólo se reanudaron, de una manera muy tibia, en el siglo XV. A principios de esta centuria el Infante D. Fernando, regente de Castilla, se apoderó de Antequera en una campaña espectacular (1410). Durante el reinado de Juan II hubo algunas campañas esporádicas de signo victorioso (La Higueruela, 1431). Más tarde, Enrique IV concibió un plan muy sugestivo para terminar con el reino nazarita, pero debido a los graves problemas de su reinado no tuvo posibilidades de ponerlo en práctica. Sólo en tiempos de los Reyes Católicos se pudo dar el empujón final para liquidar el reducto granadino y con ello dar por terminado el ya largo proceso reconquistador. 
Desde principios del siglo XV, la influencia castellana se extendió a un ámbito geográfico muy alejado de la Península Ibérica, las Islas Canarias, gracias al apoyo prestado a las campañas del aventurero francés Jean de Bethencourt. Antes de finalizar el citado siglo las Islas habían sido incorporadas a la Corona de Castilla.

3. La expansión mediterránea de la Corona de Aragón
Durante los últimos años del siglo XIII la Corona de Aragón, cuya inclinación marinera era bien notoria, y había tenido ocasión de manifestarse en la conquista de Mallorca, inició una expansión impresionante a lo largo del Mediterráneo. El punto de partida se encuentra en las Vísperas Sicilianas (1282), es decir, la revuelta de los sicilianos contra el dominio del francés Carlos de Anjou y la oferta de su corona al monarca aragonés Pedro III. Éste aceptó, pero la  incorporación de Sicilia a la Corona de Aragón dio lugar a un enfrentamiento con los franceses, apoyados por los pontífices. Los reyes de Aragón tuvieron que renunciar a Sicilia, aunque una rama de su familia pudo permanecer al frente de aquel reino. Por otro lado, y como compensación a dicha renuncia, se ofreció a la Corona de Aragón la isla de Cerdeña. El dominio efectivo de Cerdeña costó muchos esfuerzos a los aragoneses, para quienes dicha isla fue siempre un motivo de inquietud por sus frecuentes insurrecciones. En los primeros años del siglo XIV los almogávares, soldados de fortuna capitaneados por Roger de Flor, acudieron a Constantinopla para defenderla del ataque de los turcos. Sus hazañas culminaron en la fundación de los ducados de Atenas y Neopatria, sobre los cuales la Corona de Aragón pudo detentar la soberanía por algún tiempo.
En la segunda mitad del siglo XIV, durante el largo reinado de Pedro IV el Ceremonioso, el imperio mediterráneo de la Corona de Aragón se consolidó. El reino de Mallorca, que había pasado a un hijo de Jaime I y a sus descendientes, y que había sido fuente de numerosos problemas, fue incorporado a la Corona de Aragón (1343). Unos años más tarde (1377), Sicilia se integraba en la confederación. El último paso de la expansión mediterránea catalano-aragonesa lo dio, ya en el siglo XV, Alfonso V, con la conquista del reino de Nápoles (1443). 

 

domingo, 11 de diciembre de 2016

Pedagogía y educación

En ningún tiempo como en el nuestro ha sido la educación, en tan alto grado, objeto de debate científico, de interés público, de preocupación política, de instancia sociocultural, de especulación económica y, no menos, de reflexión humana, sociológica, religiosa, cultural... Se ocupan de la educación padres y maestros, sociólogos, economistas, políticos, publicistas, medios de comunicación diversos. Es decir, toda la sociedad de nuestra época ha puesto, justamente, en la educación sus ojos, sea para considerarla y estudiarla, sea para promoverla, organizarla, controlarla en algún sentido y, también, no hay que decirlo, para practicarla, actualizarla, buscando de algún modo su perfeccionamiento.
La educación ha dejado de ser un tema exclusivo de los pedagogos, un ámbito científico o técnico reservado a especialistas o a personas con vocación especial, dedicadas a la tarea de formar o de enseñar. Ha venido a ser, por su importancia y repercusión, por su implicación social y por su trascendencia en el desarrollo de los pueblos, una cuestión vital, básica, que importa a todos y en la que todos, sin excepción, en mayor o menor medida, hemos de participar. La educación, en este sentido, se constituye en un derecho y un deber particular y público, en un bien, adscrito al hombre y a la comunidad.
La pedagogía, que tradicionalmente se ocupaba de la educación, ha visto agrandarse su horizonte de estudio, su mediación tecnológica, su praxis organizativa y operativa. Han nacido las "ciencias de la educación", auxiliando o complementando desde varios ángulos al saber, a la técnica y al quehacer pedagógicos. Y la pedagogía ha de reorganizar constantemente su situación epistemológica, su contenido específico, su relación científica, su dimensión normativa. La bibliografía pedagógica es abundantísima, casi desorbitada. Instituciones, congresos, seminarios, coloquios, jornadas, etc., dedicados al tema de la educación revelan la gran importancia que, con toda razón, dicho tema ha venido a cobrar.

 Pedagogía y educació 
El tema fundamental de la pedagogía es la educación. Un tema que ha llegado a ser tan importante que puede decirse que ha rebasado incluso al arte, a la técnica y la ciencia que se refieren a su praxis, a sus medios y a su fundamentación y sistematización científico-filosófica. Pero, en rigor, no podemos decir que la educación ha desbordado a la pedagogogía, porque la íntima relación que guardan los dos términos y sus correspondientes conceptos es indudable.
En su sentido clásico, "pedagogía" -conducir al niño, acción de cuidarlo, de formarlo, de desarrollarlo- y "educación" -crianza, desarrollo y, al mismo tiempo, conducción, llevar a la madurez- venían a expresar en el fondo una misma actividad conductiva, en relación con el crecimiento y la maduración. Después pudo entenderse la pedagogía como el arte de educar, como la técnica propia de la educación, en tanto que ésta hacía referencia a cuidado, instrucción y formación física, psíquica y moral. Finalmente, sin abandonar del todo su sentido práctico, pero buscando su fundamentación teórica y su finalidad, la pedagogía se convirtió en la "ciencia de la educación". Ya no era tan sólo un arte o una técnica, sino que era, también, o pretendía ser, una ciencia, un estudio riguroso acerca de un hecho y una actividad: la educación.
Al mismo tiempo, la escuela, como ámbito específico de la educación, como su lugar propio, se había institucionalizado y formalizado socialmente, en diversos grados, contribuyendo a definir, con mayor o menor acierto, el carácter de la educación. Por su parte, poco a poco, los estudios de pedagogía se sistematizaban y organizaban de acuerdo con las necesidades educativas. Junto a la educación como tal, la preparación pedagógica; junto al mundo de la enseñanza, entendida en un sentido amplio, y en correspondencia con él, el mundo de la formación de los enseñantes, es decir, los "docentes", a la vez pedagogos y educadores.
Surgieron, ampliándose cada vez más, especializaciones científicas o tecnológicas, con referencia directa o indirecta al saber pedagógico o a la función educadora. En nuestra época, este hecho, tan importante, tan decisivo para el desarrollo científico y práctico de la educación, ha podido inducir, en alguna medida, a confusión terminológica. La pedagogía, en cierto modo, parece perder la exclusiva de su objeto propio. Educación y pedagogía -sea por la influencia anglosajona, sea por una nueva versión de su clásico sentido- se usan de modo polivalente, como actividad, como técnica y como ciencia. Aunque, creemos, conviene, a efectos de clarificación y de rigor conceptual, mantener la distinción: pedagogía -ciencia, tecnología, praxiología- y educación -hecho, actividad, técnica específica.
De este modo, la educación sigue siendo el objeto propio de la pedagogía. Las ciencias de la educación se refieren también a este objeto, desde varios ángulos; y en tanto se refieren a dicho objeto, en sentido lato son pedagógicas, aunque no lo sean en sentido estricto, si les falta, a algunas de ellas, la dimensión normativa, es decir, la dimensión que hace referencia a conducción, guiaje, norma de acción o de conducta. Ésta sería la característica pedagógica, su sentido estricto educativo: un saber práctico, referido a la formación, un saber praxiológico.
Empero la relación estrecha entre pedagogía y educación, su mutua dependencia, obligan a interrelacionar y a yuxtaponer sus problemas y la metodología de su tratamiento. De ahí que, como cuestión previa, fundamental y necesaria para fijar o, como mínimo, para perfilar su propio sentido, la pedagogía debe tratar de precisar, en la medida posible, el concepto de educación, y, con ello, la caracterización de la misma y sus dimensiones fundamentales.