lunes, 29 de septiembre de 2014

El Potlatch

Algunos de los estilos de vida más enigmáticos exhibidos en el museo de etnografía del mundo llevan la impronta de un extraño anhelo conocido como el "impulso de prestigio". Según parece, ciertos pueblos están tan hambrientos de aprobación social como otros lo están de carne. La cuestión enigmática no es que haya gentes que anhelen aprobación social, sino que en ocasiones su anhelo parece volverse tan fuerte que empiezan a competir entre sí por el prestigio como otras lo hacen por tierras o proteínas o sexo. A veces esta competencia se hace tan feroz que parece convertirse en un fin en sí misma. Toma entonces la apariencia de una obsesión totalmente separada de, e incluso opuesta directamente a, los cálculos racionales de los costos materiales.
Vance Packard tocó una fibra sensible cuando describió a los Estados Unidos como una nación de buscadores competitivos de status. Parece ser que muchos americanos pasan toda su vida intentando ascender cada vez más alto en la pirámide social simplemente para impresionar a los demás. Se diría que estamos más interesados en trabajar para conseguir que la gente nos admire por nuestra riqueza que en la misma riqueza, que muy a menudo no consiste sino en baratijas de cromo y objetos onerosos e inútiles. Es asombroso el esfuerzo que las gentes están dispuestas a realizar para obtener los que Thorstein Veblen describió como la emoción vicaria de ser confundidos con miembros de una clase que no tiene que trabajar.
A principios del siglo XX, los antropólogos se quedaron sorprendidos al descubrir que ciertas tribus primitivas practicaban un consumo y un despilfarro conspicuos que no encontraban parangón ni siquiera en la más despilfarradora de las modernas economías de consumo. Hombres ambiciosos, sedientos de status competían entre sí por la aprobación social dando grandes festines. Los donantes rivales de los festines se juzgaban unos a otros por la cantidad de comida que eran capaces de suministrar, y un festín tenía éxito sólo si los huéspedes podían comer hasta quedarse estupefactos, salir tambaleándose de la casa, meter sus dedos en la garganta, vomitar y volver en busca de más comida.
El caso más extraño de búsqueda de status se descubrió entre los amerindios que en tiempos pasados habitaban las regiones costeras del sur de Alaska, la Columbia Británica y el estado de Washington. Aquí los buscadores de status practicaban lo que parece ser una forma maníaca de consumo y despilfarro conspicuos conocida como potlatch. El objeto del potlatch era donar o destruir más riqueza que el rival. Si el donante del potlatch era un joven poderoso, podía intentar avergonzar a sus rivales y alcanzar admiración eterna entre sus seguidores destruyendo alimentos, ropas y dinero. A veces llegaban incluso a buscar prestigio quemando sus propias casas.
El objeto del potlatch era mostrar que el jefe anfitrión tenía realmente derecho a su status y que era más magnánimo que el huésped. Para demostrarlo, donaba al jefe rival y a sus seguidores una gran cantidad de valiosos regales. Los huéspedes menospreciaban lo que recibían y prometían dar a cambio un nuevo potlatch en el cual su propio jefe demostraría que era más importante que el anfitrión anterior, devolviendo cantidades todavía mayores de regales de más valor.



En su núcleo fundamental el potlatch es un festín competitivo, un mecanismo casi universal para asegurar la producción y distribución de riqueza entre pueblos.
En condiciones en las que todos tienen igual acceso a los medios de subsistencia, la donación de festines competitivos cumple la función práctica de impedir que la fuerza de trabajo retroceda a niveles de productividad que no ofrecen ningún margen de seguridad en crisis tales como la guerra o la pérdida de cosechas. Además, puesto que no hay instituciones políticas formales capaces de integrar las aldeas independientes en una estructura económica común, la donación de festines competitivos crea una extensa red de expectativas económicas. Esto tiene como consecuencia aunar el esfuerzo productivo de poblaciones mayores que las que puede movilizar una aldea determinada.
En las sociedades realmente igualitarias que han sobrevivido el tiempo suficiente para ser estudiadas por los antropólogos, no aparece la redistribución en forma de donación de festines competitivos. En vez de ello, predomina la forma de intercambio conocida como reciprocidad.
Podemos hacernos alguna idea de lo que significan los intercambios recíprocos pensando en la manera en que intercambiamos bienes y servicios con nuestros parientes o amigos íntimos. Por ejemplo, suponemos que los hermanos no calculan el valor exacto en dólares de todo lo que hacen el uno por el otro.
Pero para ver realmente la reciprocidad en acción hay que vivir en una sociedad igualitaria que carece de dinero y en la que nada se puede comprar o vender. En la reciprocidad todo se opone al cómputo y cálculo precisos de lo que una persona debe a otra.
Podemos decir si un estilo de vida se basa o no en la reciprocidad sabiendo si la gente da o no las gracias. En sociedades realmente igualitarias, es de mala educación agradecer públicamente la recepción de bienes materiales o servicios.
Apartándonos momentáneamente de nuestro examen de los sistemas de prestigio reciprocitarios y redistributivos, podemos conjeturar que cualquier tipo principal de sistema político y económico utiliza el prestigio de una forma característica. Por ejemplo, tras la aparición del capitalismo en la Europa occidental, la adquisición competitiva de riqueza se convirtió una vez más en el criterio fundamental para alcanzar el status de "gran hombre". Sólo que en este caso los "grandes hombres" intentaban arrebatarse la riqueza unos a otros, y se otorgaba mayor prestigio y poder al individuo que lograba acumular y sostener la mayor fortuna.
La publicidad y los medios de comunicación de masas aunaron sus fuerzas para inducir a las clases media y baja a dejar de ahorrar y a comprar, consumir, despilfarrar o gastar cantidades de bienes y servicios cada vez mayores. De ahí que los buscadores de status de la clase media confirieran el prestigio más alto al consumidor más importante y más conspicuo.
Pero entretanto, los ricos se vieron amenazados por nuevas medidas fiscales enderezadas a redistribuir su riqueza. El consumo conspicuo por todo lo alto se hizo peligroso, volviéndose así de nuevo a otorgar el mayor prestigio a los que tienen más pero lo demuestran menos. Y como los miembros más prestigiosos de la clase alta ya no hacen alardes de su riqueza, se ha eliminado también algo de la presión sobre la clase media para participar en el consumo conspicuo. El uso de pantalones vaqueros rotos y el rechazo de un consumismo manifiesto entre la juventud actual de la clase media tiene más que ver con la imitación de las corrientes establecidas por la clase alta que con la llamada revolución cultural.

lunes, 8 de septiembre de 2014

Crisis de la escuela

1. Sentido de la crisis de la escuela
Los sistemas escolares de nuestros días están atravesando un agudo período crucial, y esta crisis no es en modo alguno un fenómeno aislado, sino que es la consecuencia de las profundas crisis y transformaciones socioculturales del hombre y del mundo actual.
La educación sistemática, como todo bien de cultura, está también en crisis. No obstante, de ella se espera, en gran medida, que ayude al hombre contemporáneo para salir de la profunda y dilatada crisis en la que está inmerso, proporcionando, mediante una nueva educación de las generaciones jóvenes, las bases para un equilibrio social más auténtico.
Las instituciones escolares de nuestros días, a pesar de las profundas renovaciones didácticas que la sacuden, continúan guardando similitudes con los sistemas educacionales tradicionales en su organización y en su estructura fundamental.
La escuela, como toda institución social, es por naturaleza conservadora. Los cambios económicos, sociales, políticos y tecnológicos se reflejan en la escuela muy tardíamente, en razón de la influencia de las generaciones adultas, más reacias a las rápidas innovaciones.
Llegado este problema, ¿qué funciones tendrá que asumir la escuela en un futuro inmediato, y qué papel tendrá que desempeñar frente a las profundas transformaciones de hoy?

2. ¿Qué se entiende por crisis de la cultura y la educación?
En realidad, la crisis es algo inherente a la esencia misma de la existencia humana. La existencia crítica otorga al hombre su sentido de humanidad. Pero también es evidente que la conciencia permanente de crisis perturba y desorienta su existencia plena. No obstante, la distorsión y el derrumbe de antiguas pautas suelen por lo general ensanchar el campo a la innovación y a la aparición de nuevas estructuras y de nuevos ideales.

3. Papel de la educación frente a la "crisis de la personalidad" en el mundo actual
La escuela debe convertirse en una poderosa palanca que estimule el proceso de autoformación del hombre y su capacidad para comprender y adaptarse a la realidad sociocultural en la que le toca vivir. La educación ha de posibilitar asimismo la afirmación de la persona, de su más íntima y profunda individualidad, de su fuerza creativa, de sus más elevadas tendencias humanas.

4. La escuela como factor de movilidad social
La escuela ha de brindar el tipo de educación que reclama la sociedad en cada época; ella ha de atender a sus ideales y aspiraciones, intensificando sus puntos de contacto con la comunidad, con todas las instituciones sociales, con todos los tipos de actividad vital que la rodean.
Como observa Azevedo, si el cambio entra en la escuela, es que ya entró antes, de hecho o en forma potencial, en la sociedad, cuya evolución la escuela tiene que acompañar de cerca, si no quiere desarticularse del medio al que sirve y del complejo social en que se integró.
La escuela debe abandonar su antigua "torre de marfil" y preparar al hombre para actuar en el mundo en que vive. No ha de promover ella misma los cambios que no están ya en la sociedad, pero sí formar al hombre y encaminarlo para afrontar conscientemente, con plena responsabilidad, los cambios que ya están en el seno de la comunidad.
Mannheim se opone a que la escuela se convierta en un agente al servicio de fines políticos, imponiendo desde arriba el cambio.
Por otra parte, la escuela no puede nunca determinar el cambio por sí sola. Sus posibilidades como elementos de cambio son reales, pero limitadas, dentro del complejo dinámico de factores que interactúan. La escuela no actúa directamente sobre la totalidad de la vida social, sino sólo sobre algunos de sus aspectos. La escuela, por sí sola, no puede reedificar la sociedad.

lunes, 1 de septiembre de 2014

La explotación de las aguas y el subsuelo

1. La explotación de los recursos del mar
La Península tiene un amplio frente marítimo de 3.904 kms., sin incluir las islas. La pesca y la explotación de las salinas han sido actividades seculares. La primera está en estrecha relación con la existencia de bancos y éstos, a su vez, con las condiciones ecológicas. Las áreas más ricas en plancton, base de la cadena alimenticia de los animales marinos, son aquellas que se encuentran a poca profundidad (menos de 50 ms.) y reciben luz y temperatura suficiente para que se produzcan las reacciones químicas de los elementos orgánicos aportados por los ríos. Por tanto es condición importante el desarrollo de la plataforma continental. La Península ofrece frentes marítimos que por encontrarse fallados, disponen de plataformas eufóticas poco desarrolladas (Costa Cantábrica, Mediterránea, Andaluza, Brava). Otros, como el Gallego, aún con plataforma poco desarrollada ofrecen buenas condiciones por las dovelas transversales hundidas (rías).
Por tanto, sólo Galicia, el Sureste, y la región Levantina ofrecen plataformas poco desarrolladas. El Atlántico, por su menor temperatura, es más rico en cantidad pero menor en especies que el Mediterráneo. El Cantábrico, por los escasos recursos agrícolas en una economía tradicional, se orientó también a la explotación de los bancos próximos y alejados. El Sureste (San Fernando) y el Levante (Torrevieja) han explotado salinas al aprovechar un alto contenido en sal de las aguas marinas y un elevado número de horas de sol al año.

2. La explotación del subsuelo
Debido a su situación en el Occidente mediterráneo, y de que era paso obligado hacia el Atlántico y los ricos yacimientos de estaño de Cornualles, la Península, desde la prehistoria, fue considerada como un rico país minero y sus criaderos explotados por fenicios, cartagineses y romanos. La explotación secular se intensificó durante la segunda mitad del siglo XIX en que compañías inglesas, francesas y alemanas se beneficiaron de la extracción y exportación, hasta el punto de agotar muchos de éstos: cobre de Riotinto y Tharsis; plomo de La Carolina, Linares y Sierra de Cartagena; mercurio de Almadén; hierro de Vizcaya. La riqueza mineral se debe al afloramiento de partes de un macizo antiguo en superficie ya que los yacimientos se localizan en los macizos antiguos, que no han sido recubiertos por una cobertura, y muy pocos en las estructuras sedimentarias. La atormentada tectónica ha introducido difíciles condiciones para su explotación y rendimientos bajos: parte de los macizos están cubiertos por depósitos modernos, otros están metamorfoseados, fallados y volcados; poco expesor de las vetas, impurezas, discontinuidad de éstas, gran profundidad, pobreza de contenido, son características derivadas de las condiciones tectónicas.