martes, 3 de diciembre de 2013

La técnica del técnico

Desde sus comienzos, el Homo sapiens puso de manifiesto su afán por conocer y controlar el mundo que le rodeaba para obtener los bienes necesarios para su supervivencia, superando las adversidades y los límites que encontraba en la naturaleza.
Este deseo de superación contribuyó a acelerar el proceso de hominización, y una vez desarrollado el hombre, fue progresando en la medida en que controlaba el medio con técnicas que le permitieron cazar, desarrollar la agricultura y satisfacer, además de comer, otras necesidades, como curar sus enfermedades, trasladarse de un lugar a otro, etc. Todo ello ha ido contribuyendo al desarrollo de la ciencia y la tecnología hasta llegar a la situación en que nos encontramos hoy.


En un principio, los conocimientos, lo que llamamos inventos (sociales o técnicos), se producirían sin duda por azar, eran aceptados por los más jóvenes y las mujeres (las grandes inventoras de la antigüedad: no olvidemos que la agricultura, el control del fuego, la cerámica y el tejido son inventos femeninos) y se difundían de una cultura a otra. Pero las sociedades primitivas tienen conocimientos tradicionales y ni saben que saben, ni saben generar conocimientos nuevos ni les interesa conocer. "El primitivo -dice Ortega en la Meditación sobre la técnica, repitiendo sin saberlo anteriores argumentos de Malinowski- no sabe que puede inventar" e, incluso, "ignora su propia técnica". Por el contrario, el hombre moderno "antes de inventar sabe que puede inventar; esto equivale a que antes de tener una técnica tiene la técnica". De ahí la contraposición orteguiana entre la "técnica del azar" del primitivo y la "técnica del técnico".
Y con ello entramos en el ámbito de la reflexividad, pues lo más importante es que los hombres no sólo saben, sino que saben que saben. Pues los organismos biológicos aparecen controlados fundamentalmente por programas genéticos, los hombres aparecen controlados, sobre todo, por programas culturales. Y la cuestión central es que, a partir de un momento de su evolución, fueron conscientes de ese control cultural de su conducta y se volvieron reflexivos. Comenzaron a analizar los programas, las normas, los hábitos, en definitiva, las culturas que orientaban y canalizaban su conducta. No es cuestión de discutir cuándo comenzó ese autoanálisis, pero es claro que una de las características del pensamiento moderno desde el siglo XVII es ese intento constante por someter a crítica e investigación los presupuestos del orden cultural. La contraposición entre tradición e innovación, entre conservadores y progresistas, entre quienes miran al pasado y sus tradiciones y quienes miran al futuro, es una de las características del pensamiento occidental moderno, es quizás la esencia de la condición moderna que devora y critica hábitos y tradiciones para generar otros nuevos.
Esto es crucial, pues a partir del momento en que el hombre es capaz de explicitar el programa cultural que lo origina, el programa deja de ser determinante, ya que, como señalaba Francis Bacon, sólo la ignorancia de la causa permite el juego del efecto. De este modo, incluso los programas culturales, las normas y los hábitos adquieren una gran labilidad y flexibilidad. Pues si yo soy consciente de aquello que me determina, en ese mismo instante empiezo a ser libre de esa determinación. La reflexividad acerca de los programas culturales es tanto como si los organismos animales fueran conscientes de sus instintos, conocieran sus programas genéticos y los pudieran así modificar. El hombre está comenzando a controlar sus programas genéticos, pero hace ya siglos que controla sus programas culturales. Y en la medida en que lo sabe, es que el programa no es ya válido o es insuficiente.
E. Lamo de Espinosa, Sociedades de cultura, sociedades de ciencia (adaptado)