domingo, 2 de agosto de 2015

Una definición mínima de ciencia para el humanista

¿Por qué y de qué modo la antropología, entre todas las disciplinas sociales, puede aspirar de manera efectiva a que sea más científico el "estudio del hombre"? El enfoque científico no es desde luego el único interés o aspiración en el dominio del humanismo. Tanto los puntos de vista filosóficos o morales, como las aspiraciones estéticas, humanitarias o teológicas, o bien el deseo de conocer cómo fue el pasado, son motivaciones legítimas de las humanidades. La ciencia, sin embargo, por lo menos como instrumento, como medio para un fin, es indispensable.
Un verdadero método científico ha sido inherente a todo trabajo histórico, al relato de todas las crónicas, a cualquier tema tratado en derecho, economía o lingüística. No existen cosas tales como la descripción completamente desprovista de teoría. Toda exposición o razonamiento debe ser expresado en palabras, es decir, por medio de conceptos, ya se trate de reconstruir escenas históricas, se lleve a cabo una investigación de campo en tribus salvajes o en comunidades civilizadas, se analicen estadísticas o se extraigan inferencias de un monumento arqueológico o de un hallazgo prehistórico.
Cada concepto a su turno es el resultado de una teoría que declara que algunos hechos determinan el curso de los acontecimientos y otros son accesorios meramente accidentales: que las cosas ocurren como ocurren porque determinadas personas, el pueblo en general o factores materiales del ambiente las producen. La trillada distinción entre disciplinas nomotéticas e idiográficas es una artimaña filosófica que debería haber sido eliminada hace tiempo ante la simple consideración de lo que significa en el sentido de observar, reconstruir o registrar un hecho histórico.
La causa de todo el trastorno reside en el hecho de que la mayoría de los principios, generalizaciones y teorías estuvo implícita en la reconstrucción del historiador y fue naturaleza intuitiva más bien que sistemática. El historiador típico y muchos antropólogos gastan la mayor parte de su energía teorética y de sus ocios epistemológicos en refutar el concepto de ley científica en los procesos culturales, en erigir comportamientos estancos entre el humanismo y la ciencia y en proclamar que el historiador o el antropólogo pueden reconstruir el pasado gracias a una visión específica, a cierta intuición o revelación, en una palabra, que pueden confiar en la gracia de Dios más bien que en el sistema metódico de trabajo concienzudo.
Como quiera que definamos la palabra ciencia según cualquier sistema filosófico o epistemológico, es claro que aquélla comienza aplicando la observación previa a la predicción del futuro. En este sentido, tanto el espíritu como la realización científica deben haber existido en la conducta razonable del hombre, aun en el caso en que se embarcara en la empresa de crear, construir y desarrollar la cultura. Tomad un arte o manualidad primitiva, cualquiera de aquellas con las cuales se inició probablemente la cultura, y que, luego de haber sido desarrollada y remodelada, permanece desde entonces como su verdadero cimiento: por ejemplo, el arte de hacer fuego, de construir herramientas de madera o de piedra, de edificar viviendas rudimentarias, de usar cuevas para vivir. ¿Qué suposiciones debemos hacer en lo que se refiere a la razonable conducta del hombre, a la incorporación permanente de esta conducta en la corriente tradicional y al apego de cada generación al saber heredado de sus mayores?

Uno de los artificios primitivos más simples y fundamentales es el de hacer fuego. En este caso, por sobre la habilidad manual del operario, encontramos una definida teoría científica incorporada a cada ejecución y al saber tradicional del grupo. Tal tradición ha debido definir de manera general y abstracta el material y forma de los dos tipos de madera usados, así como los principios del acto, el tipo del movimiento muscular, su velocidad, la captación de la chispa y el mantenimiento de la llama. La tradición se ha conservado viva, no en los libros ni en teorías físicas explícitas; pero presupone dos elementos, el teórico y el pedagógico. En primer lugar, ha sido agregada a las habilidades manuales de cada generación, las que, por medio del ejemplo y el precepto, la han ido transmitiendo a los nuevos miembros. En segundo término, si el simbolismo primitivo estaba representado por expresiones verbales, por gestos significativos o por una acción concreta, tales como instrucciones sobre dónde encontrar y cómo almacenar los materiales y producir las cosas, estos simbolismos deben haber estado en acción. Podemos inferirlo así, porque el resultado final, o sea, la producción del fuego, no sería nunca posible, a menos que los distingos generales acerca del material, la actividad y la coordinación se mantenga dentro de las condiciones necesarias y suficientes para lograr en la práctica una operación exitosa.
En el conocimiento primitivo interviene aun otro factor. Cuando estudiamos los salvajes actuales que todavía producen fuego por fricción, que fabrican utensilios de piedra y construyen viviendas rudimentarias, podemos observar que su conducta racional, su fidelidad a los principios teóricos, de acuerdo con los cuales trabajan, y su agudeza técnica, son determinados por el deliberado fin que su actividad persigue. Este fin es un valor en su cultura. Es algo que aprecian porque satisface uno de sus vitales requerimientos.
Es un requisito de su existencia misma. Este sentido del valor impregna todo y pronto llega a estar permanentemente asociado, tanto a la habilidad manual como al conocimiento teórico. La actitud científica está incorporada a toda tecnología primitiva y también a las empresas económicas y a la organización social; es aquella confianza en el pasado con miras a la actuación futura y constituye un factor integral que debemos suponer ha estado actuando desde los comienzos mismos de la humanidad, desde que las especies iniciaron su evolución como homo faber, homo sapiens y homo politicus. Si llega a extinguirse la actitud científica y la valoración de ella, aun por sólo una generación, en una comunidad primitiva, ésta retrogradaría a un estado animal o, más probablemente, se extinguiría.
Por lo tanto, el hombre primitivo, de acuerdo con su actitud científica, debe aislar los elementos pertinentes del conjunto de los proporcionados por el medio, de las casuales adaptaciones y de sus experiencias, e incorporarlos en sistemas de relaciones y factores determinantes. El motivo o impulso final de todo esto es principalmente la supervivencia biológica. La llama era necesaria para calentarse y cocinar, para seguridad e iluminación. Algunos utensilios, las construcciones y tallados de madera, los tejidos de junco, las embarcaciones, han debido también ser producidos a fin de que el hombre viva. Todas estas provechosas actividades tecnológicas estuvieron basadas en una teoría en la cual fueron aislados los factores decisivos, en la que se apreció el valor de la penetración teórica y en la que la previsión del resultado se basó en experiencias anteriores cuidadosamente formuladas.
El punto principal que tratamos de establecer aquí no es tanto que el hombre primitivo tiene su ciencia, sino más bien que, en primer término, la actitud científica es tan antigua como la cultura, y luego, que la definición mínima de ciencia se deriva de cualquier actividad práctica.
Si confrontáramos estas conclusiones sobre la naturaleza de la ciencia, extraídas de nuestros análisis de los descubrimientos, invenciones y teorías del hombre primitivo, con el progreso de la física moderna desde Copérnico, Galileo o Newton, hallaríamos los mismos factores diferenciales que distinguen la forma científica de los otros modos de pensamiento y conducta humanos. La vigencia y aplicabilidad de estos factores se descubren por la observación o el experimento que establecen su repetición constante. La continua verificación empírica, así como el fundamento original de la teoría y la experiencia, participan evidentemente de la naturaleza misma de la ciencia. Una teoría que fracasa debe ser corregida descubriendo por qué ha fallado. Por consiguiente, es indispensable una fertilización recíproca incesante entre la experiencia y los principios. La ciencia comienza realmente cuando los principios generales han sido erigidos en testimonios de los hechos y cuando los problemas prácticos y las relaciones teóricas de los factores pertinentes son aplicados para manejar la realidad de las acciones humanas. La definición mínima de ciencia, por lo tanto, implica invariablemente la existencia de leyes generales, pero también la posterior y no menos importante verificación del discurso académico por la aplicación práctica.
Es en este punto donde los reclamos de la antropología deben ser satisfechos. Esta disciplina, por varias razones, ha debido convergir sobre el asunto central del más amplio tema de las investigaciones humanísticas, es decir, la cultura. Además, la antropología, especialmente en su moderno desarrollo, cuenta en su haber el hecho de que la mayoría de sus adeptos han practicado el trabajo de campo, o sea, el tipo empírico de investigación. La antropología debe ser quizá la primera de todas las ciencias sociales en establecer su laboratorio junto a su gabinete teórico. El etnólogo estudia las realidades de la cultura bajo la mayor variedad de condiciones, ambientales, raciales y psicológicas.

Deben ser , al mismo tiempo, diestros en el arte de la observación, en el trabajo etnológico de campo y expertos en la teoría de la cultura. En la investigación sobre el terreno y en el análisis cultural comparativo se aprende que ninguno de estos dos empeños tiene valor alguno a menos que se lleven a cabo conjuntamente. Observar significa seleccionar, clasificar, aislar sobre la base de la teoría. Construir una teoría significa resumir la aplicabilidad de la observación pasada y anticipar la confirmación o la refutación empírica de los problemas teóricos planteados.
Así, desde el punto de vista de los estudios históricos, el antropólogo ha actuado simultáneamente como su propio cronista y como manipulador de las fuentes que él mismo produce. Según el criterio de la sociología clásica, el etnólogo, gracias a su tarea mucho más simple, puede considerar las culturas como un todo y observarlas integralmente a través del contacto personal. De este modo, ha proporcionado muchas de las sugestiones hacia las tendencias realmente científicas en la sociología y hacia el análisis de los fenómenos culturales de nuestros días. En el campo del derecho, la economía, la política o la teoría de la religión, el antropólogo despliega la más amplia evidencia intuitiva para la comparación y la discriminación.
Por eso no es estéril ni presuntuoso el discutir la manera científica de encarar el estudio del hombre como la contribución real de la moderna y futura antropología al humanismo en su conjunto. Necesitamos una teoría de la cultura, de sus procesos y resultados, de su determinismo específico, de sus relaciones con los hechos básicos de la psicología y de los fenómenos orgánicos del cuerpo humano, y de la dependencia de la sociedad con respecto a su ambiente. Esta teoría no es, en modo alguno, monopolio del antropólogo.
Tiene, sin embargo, una especial contribución que hacer, y esto puede provocar los esfuerzos correspondientes de parte de los historiadores, sociólogos y psicólogos empíricamente dotados, así como de los investigadores de un tipo específico de actividades, ya sean legales, ya económicas o educativas.
Este examen algo pedante de la participación científica en los estudios sociales no necesita apología. No cabe duda que en la crisis presente de nuestra civilización hemos alcanzado alturas vertiginosas en las ciencias mecánicas y químicas, puras y aplicadas, en la teoría de la materia y en la ingeniería mecánica. Pero no tenemos fe ni respeto por las conclusiones de los estudios humanísticos, ni por la validez de las teorías sociales. Mucho necesitamos hoy  contrabalancear la influencia hipertrofiada de la ciencia natural y sus aplicaciones, por una parte, y, por otra, el atraso de la ciencia sociológica y la impotencia constante de la ingeniería social. La fácil petulencia de muchos humanistas e historiadores en cuanto concierne a la naturaleza científica de sus estudios, no es sólo epistemológicamente despreciable, sino en cierto modo inmoral, en el sentido pragmático. La historia y la sociología, tanto como la economía y el derecho, deben apoyar sus fundamentos -cuidadosa, consciente y deliberadamente- sobre la roca del método científico. La ciencia social debe también profundizar en el poder del espíritu empleado para controlar el poder mecánico. El humanismo no dejará nunca de tener sus elementos artísticos, afectivos y morales. Pero la verdadera esencia de los principios éticos reclama su evidencia y ésta puede obtenerse sólo si el principio es tan verdadero con respecto a los hechos como indispensables para el sentimiento.
Otra razón por la cual hemos tratado tan explícitamente la definición mínima de ciencia es que, en un campo de investigación enteramente nuevo, como la cultura, uno de los procedimientos más peligrosos es tomar de prestado los métodos de una de las más antiguas y mejor afianzadas disciplinas. Las comparaciones organicistas y las metáforas de inspiración mecánica, la creencia de que contar y medir definen la línea de distinción entre la ciencia y la tarea inútil, han hecho más daño que bien a la sociología. Nuestra definición mínima presupone que la primera tarea de cada ciencia es reconocer su legítimo contenido. Debe tender hacia métodos de verdadera identificación o al aislamiento de los factores determinantes del proceso. Esto significa nada menos que el establecimiento de leyes generales y de conceptos que tales leyes incorporan. Lo cual implica, por lo tanto, que todo principio teórico debe ser trasladable a un método de observación y, además, que en la observación se siguen cuidadosamente las líneas del análisis conceptual