sábado, 24 de abril de 2021

La visión pedagógica de Platón

Una nueva interpretación del ideal helénico en la educación y la exposición del más completo programa a este propósito es ofrecido por Platón sobre todo en La República, obra de plena madurez, y en Las Leyes, obra de la vejez, que ha llegado a nosotros en una redacción no perfectamente elaborada y que atempera muchos aspectos del extremismo teórico que aparece dominante en el otro escrito pedagógico político. La tonalidad ético religiosa de la concepción supera la dirección eminentemente ético racionalista de la doctrina socrática. Platón no investiga solamente un «método» para la adquisición del saber, sino que aborda positivamente a una visión compleja del universo de la que hace surgir una precisa orientación de la vida humana. En efecto, su ascetismo ético educativo, caracterizado por el concepto de que el alma está encerrada en una cárcel de la que desea huir y del consiguiente concepto de filosofar como un continuo deseo de morir, no es solamente negativo. La contemplación de las ideas, en lo que consiste según Platón el supremo bien del hombre, es también contemplación de la belleza superior. De este modo vienen a coincidir la educación intelectual con aquella moral y estética. Propósito de la actividad educativa es precisamente la realización, en el individuo y en la sociedad, de la divina armonía de la verdad, del bien y de lo bello, afirmando primeramente en cada individuo el predominio del alma racional sobre el alma irascible y concupiscente. Esta primacía garantiza en el individuo el triunfo de la justicia, virtud suprema que se expresa en el perfecto equilibrio interior, y en el Estado asegura la justicia social, que se obtiene cuando las tres clases sobre las que se apoya (filósofos, militares y productores) cumplen en sapiente armonía las funciones que les han sido confiadas.

La supremacía reconocida al alma racional en el individuo y a la clase de los sabios en La República, demuestra que Platón, aun cuando fijo en lo trascendente, expresa un altísimo culto por la razón, considerada como capaz de determinar la instauración de una sociedad justa porque está gobernada por los sapientes, es decir, por aquellos que han alcanzado una personal perfección interior. Por esto tiene una fe vivísima en la eficacia de la educación. De ella depende que el hombre se convierta en «un animal superlativamente divino» o en «el más feroz de cuantos animales produce la tierra». Si la sociedad va mal, la culpa es de la mala educación de los ciudadanos. En este sentido la educación debe ser, como para los espartanos, un fundamental oficio político, y debe entenderse el Estado como una organización ético-religiosa y pedagógica al mismo tiempo. Por esto puede decirse que, para Platón, la doctrina del Estado inspira la doctrina pedagógica tal como la obra política está sometida a la finalidad educativa, ya que el Estado mejor organizado es el que consigue dar a todos los ciudadanos una armonía y una fuerza moral más excelente.

No es este lugar para exponer en sus minuciosos pormenores el plan educativo platónico. Baste recordar que Platón se interesaba exclusivamente por la clase de los guerreros, de la cual, por sucesivas regulares selecciones, serán elegidos los regidores del Estado, los filósofos. Los jóvenes, terminado el período de la infancia, contrariamente a cuanto ocurría de hecho en Atenas, habrán debido pasar a las instituciones de Estado, y, aprendida la música y la gimnasia primero y luego las matemáticas, podían ser escogidos a los treinta años para el estudio de la dialéctica (filosofía), destinada solamente a aquellos que, particularmente dotados, tenían la intención de convertirse realmente en sapientes y magistrados de la República. La filosofía, caída en descrédito por los sofistas, readquirió con Platón su valor pedagógico. Pero mientras Sócrates la había hecho descender del cielo a la tierra y en cierto modo la había vulgarizado llamando a ella a todos aquellos a quienes se dirigía el magisterio de su arte educativa, Platón opinaba que la filosofía era privilegio de pocos, de aquellos que, poseyendo especialísimas disposiciones de ánimo, llegados a la madurez, han sido elegidos para ella después de un aprendizaje de estudios preparatorios y de formación espiritual.


En realidad, Platón se sintió inclinado a dar al Estado una importancia muy grande en materia educativa, a atribuirle la misión de promulgar una legislación muy pedante que tuviera la pretensión de codificar minuciosamente la vida toda de los ciudadanos y que no pudiese dejar de parecer demasiado exagerada para nuestra sensibilidad moderna en materia de libertad personal. Cierto es también que en Platón no se puede hablar de una educación de castas como a la de los primitivos, ya que para su pensamiento no es el nacimiento de una clase política lo que determina el tipo de educación que hay que dar, sino que es la personalidad del individuo y el grado de educación de que es susceptible lo que define la vida social a la que puede ser llamado. Sin embargo, con él se agrava el ya señalado defecto del aristocraticismo propio de la educación helénica. El ideal de una República que no tiene pensamiento para la gran masa de ciudadanos que preside las actividades económicas, que no se interesa por su educación, que agota su finalidad en la formación de una élite a la que incumbe exclusivamente la dirección de la cosa pública, es contrario a ese concepto de educación verdaderamente democrática que hoy se quisiera ver instaurado. En ese ideal suyo, Platón paga el tributo a las ideas dominantes de su tiempo. Cree, por ejemplo, que los trabajos manuales deben ser dejados a los esclavos y extranjeros; hace suya la concepción espartana del Estado que establece si el recién nacido debe o no conservar la vida; y piensa en una disciplina estatal, vejatoria por lo menos, en los matrimonios, a la que no se reconoce otra finalidad que la de "procrear para el Estado". En substancia, algunas de sus profundas intuiciones se concilian mal con su inexorable moralismo y ascetismo político educativo. Así, en Ion, en particular, había cultivado agudamente la íntima esencia del arte como divina inspiración y había exaltado a los poetas como personas sagradas, lo que quería decir: reconocer en el arte una autonomía y admitir la función educadora de las actividades estéticas. Sin embargo, en La República, la poesía y el arte en general son considerados con sospecha en cuanto a imitaciones de la naturaleza empírica, que a su vez es burda copia del mundo ideal. Por eso, Platón, que era también un gran artista, considera el arte sombra de sombras, que se dirige sólo a la actividad sensible humana y que es, por tanto, causa de pasiones y de corrupción. De ahí la necesidad de subordinarla a la moral y a la política, es decir, a la necesidad para el Estado de vigilar rígidamente la educación artística, dejando de lado a los poetas, y preferir, por ejemplo, la música dórica inspiradora de fortaleza y de valor, a la jónica, demasiado muelle y pasional. Pero de este modo, mientras se destaca la importancia social del arte y de su eliminable influencia sobre la educación moral, el ideal griego y platónico de la armonía y de la belleza conquistada por el individuo corre el peligro de ser sacrificado a un severo moralismo de Estado.
Subsiste, sin embargo, el hecho de que Platón, desde el punto de visto metódico, con su teoría del anamnesis (recuerdo), asigna a la educación, como ya hizo Sócrates, la misión fundamental de despertar las energías originarias del espíritu y no de comunicar la ciencia del exterior. Y en el utopismo de La República, el aspecto más verdadero es el que tiene en cuenta la exigencia destacada de formar hombres cultos y buenos, específicamente competentes para dirigir los cargos más delicados de la sociedad. Por esto se reconoce que la educación tiene la delicada misión de seleccionar a los jóvenes, de estudiar cuál es el más particularmente apto para seguir determinada dirección y en decidir la forma de prepararlo para las distintas misiones. Por eso el programa educativo de Platón, con todos sus defectos, tiene también un profundo significado concreto y ha influido claramente sobre la organización escolástica de los siglos ulteriores, que nunca ha renunciado del todo a ser selectiva y orientadora en el campo de las futuras actividades del educando.

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