miércoles, 14 de abril de 2021

La misión pedagógica de Sócrates

La figura de Sócrates es muy singular. Algo hay en él que lo acerca a la mentalidad mística de los primitivos (el acento religioso de algunas de sus afirmaciones; el recurso al "demonio" interior) y a la de los mismos sofistas (también él posee una técnica de la controversia). Pero Sócrates los supera y se opone a ellos con su obra de saneamiento intelectual y moral. Concede sobre todo importancia a la racionalidad del concepto y tiene como mira la formación de la inteligencia. Sin embargo, la técnica de la controversia utilizada por los sofistas para fines escépticos y negativos, se transforma en él en el método activo de la interrogación fiscalizada que desea alcanzar la ciencia, y la retórica se transforma en ética.

Su vivaz propaganda se desarrolla con el propósito de purificar los valores tradicionales, construyendo para ellos una sistematización lógica, alejada a un tiempo de la ignorancia beatífica de aquellos que estaban vinculados a la tradición por la sola fuerza de la costumbre y de la orgullosa presunción de los discípulos de los "maestros de virtud". Su propósito era dar a los hombres la conciencia de la propia responsabilidad, transformando a los seres autómatas (conservadores a ultranza) y a los charlatanes (sofistas) en seres realmente razonables, capaces de aprehender la objetividad inteligible (con conceptos) e intolerantes con las cogniciones empíricas y superficiales, mal digeridas aunque se ocultaran bajo espléndidas vestiduras formales. Por eso su misión pedagógica lo impulsó a ser un magistral escrutador y despertador de almas que todavía no conocen sus posibilidades y que tratan de ser estimuladas en la libre investigación. Su lema es, por tanto, "conócete a ti mismo".

La formación de personas completas implica el desarrollo de las actividades racionales y morales al mismo tiempo: por esto la verdad que él quiere enseñar con su intelectualismo ético es que el hombre debe adquirir un saber que sea un virtuoso obrar y una virtud que sea consciente responsabilidad del bien. Si a esto se añade la identificación entre lo bueno y lo bello, de lo que hay noticia en el Protágoras y en Jenofonte, y la convicción de que el hombre, instaurando en sí la armonía de la verdad del bien y de lo bello, colabora además en la instauración de un reino de justicia y de belleza divina en medio de otros hombres y en el orden racional de la realidad, se comprende cómo el ideal griego de la armonía y del orden se presentan en Sócrates bajo la forma más racional de una educación personal perfectamente equilibrada, en la que, entre otras cosas, se preveía, junto a una rigurosa instrucción intelectual, la necesidad de una correspondiente formación moral y religiosa, y junto al saber competente como constitutivo de la virtud política, el debido respeto a la autoridad de la patria. Sócrates, que bebió serenamente la cicuta para obedecer las leyes de su ciudad que lo condenaba injustamente, cumplió el más bello gesto en consonancia con su ideal de sabio, y acabó su vida en armonía con la mejor tradición helénica.


Desde el punto de vista de la práctica educativa, la creciente importancia dada por Sócrates a los recursos del individuo le hizo intuir el método consistente en estimular los espíritus para exteriorizar las propias energías, con ese procedimiento dialogístico de ataque y defensa que fue en él tan admirado y que se llamó precisamente «socrático». En su «arte mayéutica» encontramos por primera vez claramente enunciado el principio de que la educación, puesto que implica siempre, como hecho social, una relación entre educador y educando, se realiza eminentemente en la intimidad del educando (como autoeducación) y que la acción externa del educador tiene valor solamente si consigue ser un eficaz fermento interior de la personalidad de sus discípulos. Toda la historia de la pedagogía no es más que el desarrollo y la aplicación de este principio socrático: que es el único concepto que puede fundir realmente la relación educador-educando sin lesionar el otro principio fundamental de la espontaneidad, de la libertad y de la autonomía, que es indispensable a la educación como hecho espiritual. Por otra parte, el socratismo llevaba implícitamente a la afirmación de que todos los hombres tienen, al menos potencialmente, un mismo valor y una misma educabilidad. Para hacerlos mejores a todos no hay más que ayudarlos a descubrir lo que son, acercarse a ellos con amor, llamarlos a colaborar en la solución de los distintos problemas, a elegir juntos las diversas opiniones con la ironía crítica que hace que se desvanezca la falsa ciencia, ejercer la inducción que abre las puertas a la ciencia verdadera, y demostrar la racionalidad de la perspectiva mejor.

De este modo, la educación ya no es privilegio de castas, sino que se aplica a todos los hombres, puesto que también el hombre desconocido de la masa tiene un destino espiritual, por cuando puede adquirir una propia capacidad de juicio y una responsabilidad total. Éste es, en efecto, el objetivo del problema educativo, que no se agota en el esfuerzo de acumular enciclopédicamente experiencias, percepciones ni tampoco conceptos, sino que, en la enseñanza, se limita a guiar bien el pensamiento (y, por tanto, la acción) por el dédalo de las experiencias que constituyen concretamente la vida del hombre. Además, otro principio que será puesto posteriormente por la ciencia pedagógica, se vislumbra ya en la mayéutica socrática. La comprensión de una cosa depende de las nociones precedentes del discípulo. No se enseña nada a quien verdaderamente no sabe nada. Lo que se enseña debe ser ya en cierto modo, al menos implícitamente, sabido por el alumno. Lo nuevo es justamente conquista y desarrollo de cuanto el sujeto espiritual poseía con anterioridad: aquí está en germen la llamada ley de gradación o de la gradualidad en la formación del saber, la cual a su vez implica una cierta inmanencia de la verdad y del bien, a los que hay que aplicar como primer principio del ulterior proceso educativo.

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