lunes, 1 de marzo de 2021

Finalidades y defectos de la educación ateniense

La educación ateniense, puesta en práctica en la escuela y en la ciudad, tenía dos finalidades precisas: el desarrollo del ciudadano fiel al Estado y también la formación del hombre como persona que ha adquirido plena armonía y dominio de las propias actividades. No hay nada en ella que tenga en cuenta la preparación técnica y profesional del educando, ni aun siquiera una cultura especializada y con miras utilitarias. Los artesanos y los comerciantes aprendían sus oficios esencialmente fuera de la escuela. Pero en ella los atenienses se hacía hombre en el más amplio sentido de la palabra, con la más amplia variedad de intereses culturales, con el más amplio desarrollo del sentido innato de la belleza, con la celebración constante de ese ideas de armonía y gracia que era su característica. A este ideal se supeditaba también la enseñanza de la gimnasia, que ciertamente tenía como finalidad la salud, la fuerza y la belleza del cuerpo, pero sobre todo era apreciada también, como la música, por el benéfico influjo que ejercía sobre la formación espiritual. Por esto, más que con miras al deporte profesional, los atenienses trataban de dar al cuerpo esa salud equilibrada, elegante y agradable, que entonaba muy bien con el florecimiento de las actividades del espíritu y más bien las promovía. En la otra finalidad figuraban el dibujo, el canto y la danza: estas actividades eran cultivadas por motivos puramente estéticos y morales. En las ceremonias religiosas y civiles y durante las representaciones dramáticas, la danza era un elemento decorativo esencial y, junto con la gimnasia y la música, contribuía a la educación del gusto por la belleza y a la formación de la armonía interior, en la que se resumía la vida moral.

La civilización y la educación en Atenas era la expresión de un pueblo dinámico y en continuo progreso. La educación era ya en cierto modo activa, porque recurría a la actividad personal del educando y se servía hábilmente de todos los estímulos más sugestivos para formar hombres completos, dispuestos a rivalizar en los ejercicios físicos, a defender la patria cuando estuviera en guerra, a declamar poesías, a tocar el arpa, a danzar y a discutir sobre la vida humana, y también dotados de un oportuno "saber vivir" en la sociedad (que los griegos llaman virtud) con cortesía y elegancia, y más que nada con el pleno dominio de las propias emociones y las propias pasiones.

Sin embargo, este tipo de educación no carecía de defectos. El primero era el de ser una educación aristocrática, adecuada solamente para los "jóvenes de buena familia", y estaba por ello apartada de la vida de los hombres más humildes por su ostentoso desprecio hacia las exigencias prácticas del trabajo cotidiano y por la indiferencia que se sentía por cualquiera de las finalidades inmediatamente utilitarias (porque Hesíodo, el maestro cantor de la vida ennoblecida por una dura y honrada fatiga, era una excepción). Ciertamente, la tradición griega de una escuela desinteresada afirmaba por una parte la grandeza de la misión educativa, dirigida a crear capacidades y actitudes para una vida verdaderamente digna del hombre libre, más que dispensadora vulgar de cualquier viático por el ejercicio de particulares profesionales, y por otra parte, especialmente con Sócrates, insistía en el concepto nobilísimo de no comerciar con el saber. Pero subsistía el hecho de que la educación griega debía, precisamente por su refinamiento, ignorar la gran masa del pueblo y ser reservada, como Platón dirá claramente, sólo a aquellos que tenían la fortuna de pertenecer a las clases más evolucionadas de la sociedad o a aquellos que se presentaban por sí mismos como individuos particularmente educables. Y por eso faltaba también, en general, a los griegos, dedicados todos a la política, al arte y a la misma formación físico-espiritual (problemas diversos, pero siempre planteados según el criterio de consecución de una armonía estética y racionalmente aceptable), la aspiración y el estímulo característicamente moderno de infundir en la actividad económica y en el trabajo una función educativa y moral.

Sin embargo, el defecto más grave, aquél por el que debe decirse que también en esta concepción educativa, con todo y ser tan elevada, había una profunda y vasta laguna, era la escasa importancia que se concedía al sentido moral y religioso de la vida.

En efecto, la moral, reducida por los griegos todo lo más a una eudemonología, no se elevaba aún al concepto de un deber que se impone realmente de modo absoluto y categórico, puesto que la felicidad, considerada como exclusivo objeto de la moral, es siempre una finalidad que interesa única y particularmente a cada individuo. Por otra parte, el racionalismo moral de los primeros filósofos humillaba la voluntad ante el intelecto y reducía todo el problema educativo a un problema de instrucción. Para las masas populares y para los filósofos, la moralidad no se encuadraba en una concepción religiosa que diera al hombre su valor más allá de lo efímero y transitorio. Algunos grandes hombres carecieron de este último defecto, como, por ejemplo, Pitágoras, Sócrates y Platón. Pero la regla general era la de una religiosidad puramente exterior, estética, embellecida por los mitos que han sido con frecuencia el encanto de leyendas maravillosas, pero que no solían afincarse en la intimidad de la conciencia y eran incapaces de conferir al hombre un valor moral que tuviera valor absoluto con respecto a lo infinito y eterno. A falta de poderosas convicciones ético religiosas, la educación se valía de la enseñanza preceptista de los poetas (Homero y Hesíodo) y, como guía para la conducta práctica del ciudadano, agregaba las buenas leyes. Los primeros grandes pedagogos fueron poetas y legisladores. Solón está considerado como el realizador del ideal de justicia de Hesíodo. Sin embargo, su prestigio no tardó en parecer insuficiente. En el régimen democrático las leyes cambian de un momento a otro por voluntad de los ciudadanos; la moral y la religión que los poetas habían contribuido a difundir fueron minadas por la crítica filosófica. Incluso los poetas fueron excluidos, por culpables, en la República platónica.

Esto creó notables desequilibrios en el cuadro, incluso demasiado exaltado, de la llamada "serenidad" helénica. Bien es verdad que el arte podía dar, y da, grandes consuelos; cierto es también que ninguna superstición angustió o complicó la vida a los griegos más cultos. No había temor alguno con respecto a los siniestros influjos de las potencias de las tinieblas, y, por tanto, todas las energías espirituales y materiales podían extenderse libremente en un ilimitado gozo. Pero no se ve, por ejemplo, qué consuelo puede dar al héroe que muere la esperanza única y extrema de continuar viviendo en el canto de las futuras generaciones; para los otros, que no son héroes, no existe, sin embargo, esta esperanza. El hecho es que para Homero, y para el pueblo que en general seguía sus enseñanzas religiosas, los dioses raramente castigan a los hombres y los protegen para defender la justicia: su actividad es caprichosa, lo que domina es el Hado. La famosa alegría de vivir de los griegos no podía dejar de verse frecuentemente amargada por pesimistas consideraciones con respecto a la vida terrena y a la vida en el más allá. Más que alegría de vivir y serenidad plena, la suya era compostura y equilibrio. Se trataba de gente que aceptaba con fuerza viril, sin dramáticas rebeldías, por otra parte inútiles, la propia suerte. Pero, ¿estaba contenta de ella? ¿Puede el hombre sentirse satisfecho? Nos parece que no, puesto que el significado del hombre en el mundo no se reduce al de un objeto más o menos dotado, construido por una mano hábil, que se hace pedazos al primer choque con la realidad. El hombre quiere saber si su vida tiene un sentido que trasciende el fenómeno. Negárselo es considerarlo poco más que un vacuo fantasma; reconocérselo es llenar la vida humana de un precioso contenido ético religioso que sirve para todo lo demás, puesto que impide a la cultura, al arte, a la política y a toda otra forma de actividad espiritual manifestar la insuficiencia que revelan necesariamente cuando quieren constituirse independientes, como fin supremo del hombre.

A esta insuficiencia de una completa concepción moral y de un verdadero e íntimo sustrato religioso en la educación se debe atribuir la causa del escaso progreso moral que se nota en el pueblo griego, ciertamente muy inferior a su magnífico desarrollo cultural y artístico. En la masa y también en las clases altas (en Platón y Aristóteles) perduraron mucho tiempo ideas y costumbres repugnantes para nuestro sentido moral (esclavitud, desprecio de los "bárbaros" extranjeros); las mujeres eran consideradas todo lo más como un instrumento de placer para el hombre; sólo los hombres libres, es decir, un reducido tanto por ciento, gozaban de los privilegios de una educación y de una adecuada consideración de la sociedad. Casi desconocido era el sentido de la piedad y de la verdadera, fraternal y efectiva caridad. En fin, como el hombre con sus intereses terrenos se convertía en el todo en la vida, apenas se debilitó el inicial impulso creador, el individualismo estuvo predestinado a degenerar en egoísmo, y la habilidad para ocultar la deslealtad y la alegría se convirtió en frivolidad y licencia moral. Y fue entonces cuando se produjo paulatinamente el resquebrajamiento de la armonía ideal y la inevitable decadencia de un mundo que todavía hoy, en tantos aspectos, nos deslumbra con el esplendor de su belleza.

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