martes, 2 de febrero de 2021

La educación ateniense

La tendencia racionalista, junto con la necesidad de concreción, llevaron al mundo griego a la creación de un tipo ideal, perfecto y armónico de humanidad. La realidad humana presenta, en efecto, dos aspectos que no pueden ser eliminados: el impulso que impele al hombre hacia la felicidad y la continua presencia de dolor. El deseo de la felicidad, con la consiguiente afanosa búsqueda de los medios para conseguirla y la definición de un sistema de vida para ponerla en práctica, es característico de la moral eudemonológica griega, de Sócrates más tarde, para quien el hedonismo cirenaico y epicúreo no son más que formas particulares. Pero el impulso hacia la felicidad está frenado y obstaculizado a cada paso por impedimentos que se resumen todos en el "dolor". La causa de ello radica para los griegos en el hecho de que el espíritu se ha encarnado dentro de la materia y en ésta encuentra un límite para su gozosa expansión. Por esto el hombre aparece encerrado en la caverna platónica: la materia es principio de tiniebla, de irracionalidad y de mal. ¿Cómo, pues, comportarse frente al dolor? ¿Cómo conciliar el impulso hacia la felicidad con el dolor, y el impulso hacia la vida, que es voluntad de afirmación, con la muerte, la miseria, la enfermedad, la vejez y, en suma, con la negación de la vida? Éste es un grave problema para el pensamiento griego. Es el problema de la orientación del hombre en la vida y de su comportamiento ante el dolor.

Caducado el período de la magia, de los misterios y de los ritos propiciatorios, el griego no intentó ya la subida al cielo y tuvo solamente en cuenta sus propias fuerzas, dispuesto a transformar su prisión terrena en un paraíso terrestre o en un habitable Olimpo. Para esto fue necesario que se forjara una nueva vida, transformando la realidad en un sueño digno de ser vivido como realidad. El camino de esta transformación que libera a la humanidad del yugo del dolor es precisamente el del arte. Puesto que la vida empírica se desvanece, desaparece la belleza que experimentamos, y con el dolor se hace pedazos la armonía de la existencia; puesto que el tiempo, adversario implacable de la vida, corroe todo orden de cosas, el hombre con su pensamiento y con su habilidad plasmará de nuevo la vida y reproducirá un tipo de belleza indestructible, y de este modo dominará el tiempo y superará el dolor. Y esto no sólo fijando las armonías en el ritmo de los versos o en la luminosidad de los rostros de mármol o en las formas arquitectónicas, sino sobre todo encarnado en sí, en su vida, ese ideal, haciéndose, es decir, perfeccionándose y educándose armónicamente y elevándose sobre la animalidad hacia una humanidad verdadera y más digna. Así el hombre se convierte en artista, plasmador, constructor y recreador de sí mismo, de la misma forma en que el Demiurgo divino es plasmador del Universo. 

El hombre se forma según el principio de autarquía, que es un "bastarse a sí mismo", entendido ya como libertad de constricción con respecto a otros, ya como facultad de vivir según leyes que el individuo se da libremente a sí mismo.

Las condiciones más favorables para la realización de este tipo clásico de educación se dieron en la Atenas del tiempo de Pericles (siglo V a.C.), que facilitó el modelo a casi todas las otras ciudades helénicas. La evolución educativa ateniense se desarrolló según formas en las que todavía prevalecía una finalidad exclusivamente social, según el concepto de los primitivos, formas en las que fue adquiriendo siempre mayor importancia el desarrollo del individuo como persona verdaderamente "humana".

El Estado es siempre el gran protagonista de la educación, pero la obligación cívica y moral que tienen los padres de educar e instruir a sus hijos no vincula a aquéllos a especiales instituciones públicas. La responsabilidad de la actuación recae enteramente sobre la familia; las escuelas son libres y privadas. El Estado se limita a una vigilancia superior en los gimnasios, donde el pedotriba dirige los ejercicios físicos y los sofronistas fiscalizan la buena marcha moral y patriótica de las reuniones.

A Hipócrates se atribuye la división de la vida humana en ocho períodos de siete años cada uno. Los tres primeros períodos son esencialmente muy distintos: el primero es el de la infancia y la educación familiar, el segundo es el de la verdadera y propia paideia (παιδεία), es decir, de la formación escolástica, y el tercero el de la educación civil y militar. En efecto, según dice también Platón en Protágoras, los niños eran dejados al cuidado de las madres y las nodrizas hasta los siete años. Aparecía después el pedagogo, que era con frecuencia un esclavo anciano. Bajo su guía los muchachos era conducidos a las escuelas, en donde aprendían música (que implicaba también la literatura) y gimnasia. Antes de aprender de memoria los textos poéticos más apropiados por su contenido moral y religioso, los muchachos debían, naturalmente, saber leer y escribir, y a este propósito seguían las lecciones del gramático. Los poetas más leídos eran Homero y Hesíodo, pero en la escuela ateniense no faltaban algunos rudimentos de aritmética y tampoco faltaban algunos conocimientos de los derechos y deberes del ciudadano comprendidos en la legislación tradicional. La música era enseñada especialmente por el citarista, no sólo desde el punto de vista técnico y con una mira exclusivamente estética, sino con la convicción de que ejercía una influencia benéfica sobre las costumbres. Los citaristas, continúa diciendo Platón en Protágoras, adoptaron los ritmos y las armonías para formar los ánimos de los muchachos:

[...] para que se volvieran más apacibles y más eurítmicos y armoniosos, dijeran e hicieran mejor. Porque toda la vida del hombre tiene necesidad de euritmia y armonía.

Hacia los dieciséis años los jóvenes ingresaban en los gimnasios, y en ellos, además de practicar la gimnasia, estaban en contacto con los adultos con quienes se reunían y cuyas discusiones escuchaban. A los dieciocho años el efebo se convertía en un verdadero ciudadano, juraba fidelidad al Estado y prestaba durante dos años servicio militar. Pero no cesaba aún la educación. La ciudad continuaba educándolo en las reuniones políticas, administrativas y jurídicas, en los juegos, con el esplendor de las artes figurativas y arquitectónicas, y sobre todo con la magnificencia de las representaciones dramáticas. Ni en Atenas ni en el resto de Grecia, el teatro estaba destinado exclusivamente a los privilegiados: era la escuela de todos los ciudadanos. Las tragedias eran la más digna coronación de las fiestas que asumían frecuentemente, con los coros y la música, un aspecto de la más austera y majestuosa solemnidad. Pero también las comedias, con lo grotesco y la sátira, cooperaban en la formación del carácter helénico. En un pueblo sutil e intelectual como el del Ática es fácil imaginar cuál era la eficacia educativa de Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes.


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