sábado, 8 de febrero de 2014

La enseñanza de la inmadurez, por Enrique Gil Calvo

Enrique Gil Calvo, profesor de
Sociología de la Universidad
Complutense de Madrid
 Artículo publicado en EL PAÍS, el 30 de mayo de 1998 
En el 30º aniversario de aquella revolución de los jóvenes que fue Mayo del 68, un nuevo fantasma recorre Europa: es la violencia que prolifera en las aulas donde se educan los menores de edad. He aquí ejemplos norteamericanos recientes: en octubre, un alumno de 16 años mató a dos compañeros en Misuri; en diciembre, otro adolescente de 14 años mató a tres condiscípulos en Kentucky; en marzo, dos estudiantes de 11 y 13 años mataron a cuatro compañeros y a una profesora en Arkansas; en abril, otro chico de 14 años mató a uno de sus profesores en Pensilvania, y este mismo mayo, un muchacho de 15 años acaba de matar a sus padres y a un compañero, hiriendo gravemente a siete más en Oregón. Es verdad que la abundancia de armas garantizada por la Constitución norteamericana explica buena parte de esta criminalidad adolescente. Pero en Francia o Inglaterra, donde el Estado monopoliza la violencia, también los menores la ejercen con alegre inmadurez.La interpretación más acorde con la mitología de Mayo considera esta violencia como la vanguardia de la última revolución pendiente: la de la nueva clase dominada de los menores de edad, excluidos de su integración adulta por los mayores dominantes. Una vez aburguesados los proletarios y liberadas las mujeres, sólo quedarían los menores inmaduros como únicos sujetos potencialmente revolucionarios, capaces de cuestionar con insolvente insolencia el vigente orden social. Pero se debe desconfiar de tal apología, pues esta violencia inmadura no es sino el indicio representativo de otras muchas anomalías que trastornan el proceso de emancipación juvenil: caída de la lectura y fracaso escolar, alcoholismo y toxicomanías, promiscuidad y embarazos precoces, paro y empleo precario, prolongación de la dependencia juvenil, bloqueo de la nupcialidad y la fecundidad...
A pesar de la prolongación de la escolaridad, el proceso de inserción adulta de los jóvenes está fracasando. Y este fracaso se cifra sobre todo en el alargamiento y distorsión del calendario emancipatorio. En el extremo inicial, la adolescencia cada vez se adelanta con mayor precocidad, cayendo en la práctica temprana de conductas arriesgadas por prematuras: sexualidad, drogadicción, violencia, agresividad. Y en el extremo terminal, los jóvenes posponen y difieren el momento de su emancipación hasta edades cada vez más tardías, prolongando indefinidamente su dependencia de la familia. ¿Qué factores explican el fracaso de los menores, que, cuanto más se sobreeducan, más incapaces parecen de superar su incurable inmadurez?
La sociedad civil se llena de mala conciencia, reclamando soluciones tranquilizadoras. Y lo más tentador es recurrir entonces a más de lo mismo, con reformas de la enseñanza que siempre terminan por prolongarla, reforzando el círculo vicioso de su hipertrofia. Pero, cuando el fracaso educativo se hace evidente, la opinión pública pasa a exigir la adopción de medidas más drásticas. Aquí se dan dos modelos de soluciones contrapuestas. De un lado, el modelo anglosajón del sálvese quien pueda, donde la responsabilidad de emanciparse es exclusivamente personal. Y el mejor ejemplo de esta vía individualista lo tenemos en Inglaterra, donde acaba de inaugurarse una cárcel sólo reservada a criminales de 12 a 14 años de edad. La filosofía subyacente a este modelo es claramente autista, pues las familias y las autoridades ya no son consideradas responsables de la corrección de unos menores precozmente forzados a responsabilizarse a solas.
El modelo opuesto es el continental o latino, que descarga toda la responsabilidad sobre el pater familias. Un ejemplo es Francia, donde acaba de aprobarse un informe sobre delincuencia de menores que recomienda castigar con penas de cárcel a los padres que hayan incumplido su responsabilidad educativa. Llueve sobre mojado, pues en 1889, el código francés ya penalizó la paternidad indigna. Y, tras la posguerra, los terapeutas han venido denunciando el eclipse o la ausencia del padre en las familias de clase media. Ésta es la imputación de responsabilidad exclusivamente paterna que hoy hace suyo el feminismo. Pero la filosofía subyacente es, desde luego, familista: los menores no son responsables de sus actos, pues sólo lo son sus progenitores, y la culpabilidad por acción u omisión pertenece siempre a la familia.
Pues bien, estas dos posturas sobre la responsabilidad de los menores son las mismas que se ofrecen a la hora de explicar el fracaso de la emancipación juvenil. Por supuesto, está el paro estructural, el empleo precario y la carestía de la vivienda. Pero, descontando la evidente influencia de la coyuntura económica, subsiste el hecho de que los jóvenes parecen impotentes o no se esfuerzan lo suficiente a la hora de labrarse su propia independencia. ¿Es culpa de ellos que sigan dependiendo de sus padres a edades tardías, sin hacer lo necesario para echar a volar y vivir por su cuenta? ¿O es culpa de su familia, que les tolera su dependencia sin exigirles que se emancipen de ella?
Queda una tercera posibilidad, y es la de culpar a las autoridades públicas, que están incumpliendo su responsabilidad educativa tras habérsela expropiado a los menores y a sus familias. La experiencia acumulada sobre la evaluación de la enseñanza por autores como Nathan Glazer o Daniel Moynihan ha revelado múltiples efectos perversos. Y los informes de James Coleman han alertado contra la burocratización educativa, que no sólo induce en los menores una ideología estudiantil de consumismo hedonista y desprecio por el trabajo, sino que crea una incompatibilidad institucional entre escuela y familia, donde cada menor queda atrapado en un juego de la soga que le desgarra tironeándole con fuerzas antagónicas. Así es como el sistema educativo resulta doblemente desautorizado, y los menores parecen incapaces de prestarle crédito alguno a cualquier posible autoridad moral.
¿A quién responsabilizar, por tanto, de la inmadurez de los jóvenes: a las autoridades académicas, a ellos mismos o a sus familias? ¿A todos a la vez? ¿O a ninguno quizá, si es que traspasamos la responsabilidad al abstracto mal absoluto de un chivo expiatorio como la cultura audiovisual (la auténtica enseñanza informal que por defecto reciben nuestros menores), tal y como sostiene la vigente telefobia?