domingo, 1 de septiembre de 2019

Tomás Moro, un hombre para la eternidad

Tomás Moro nace en Londres el 7 de febrero de 1478, cuando la Edad Media se encuentra próxima a su fin y la sociedad europea muestras ya rasgos que caracterizan al Renacimiento.
Después de la formación inicial, pasa a ser pupilo de Juan Morton, cardenal-arzobispo de Canterbury y canciller del rey Enrique VII. Su estancia en el séquito de Morton sirvió a Moro para profundizar en sus estudios teóricos y formar su carácter. Aconsejado por el propio cardenal, Moro continúa sus estudios en Oxford, donde consolida su formación intelectual con los estudios clásicos y el conocimiento de la Biblia. Más tarde, presionado por su padre, cursa la carrera de abogado en Londres.
A pesar de ello, no eran las leyes su verdadera pasión, sino el humanismo. Aquí será decisivo su contacto con Erasmo de Rotterdam, personaje clave entre los humanistas y autor de la famosa obra Elogio de la locura, que dedica a Moro en prueba de amistad. El humanismo de Moro combina la formación clásica, la afición literaria y la devoción cristiana. Erasmo lo presenta como un modelo para la "inteligencia europea".
Moro fue hombre de familia y concebía a ésta como una "escuela de virtud". En efecto, allí se cultivaba la formación religiosa, el estudios de las lenguas clásicas y la instrucción humanista y científica. Moro ejercía de educador principal en este ámbito académico-familiar.

Tomás Moro y su fámilia, óleo de R. Lockey (1593)
 Una brillante carrera política  
En 1504, Moro es elegido miembro del Parlamento y allí ataca con vigor la rapacidad, el poder absoluto y la tiranía del rey Enrique VII. Moro defiende la monarquía, pero limitada por la ley y el Parlamento. Ello le acarrea una multa de 100 libras, una corta estancia en la prisión de la Torre de Londres y la retirada temporal de la vida pública.
Al acceder al trono Enrique VIII, del que Tomás Moro era buen amigo, vuelve a la vida pública: se le nombra alguacil de Londres, cargo con importantes poderes administrativos y judiciales.
Interviene asimismo como embajador de Inglaterra en distintas y decisivas misiones diplomáticas, tanto económicas como políticas. Moro siempre abogó por la paz y el entendimiento entre las naciones, aunque el rey no siempre atendiera sus consejos, como en el caso de la guerra contra Francia.
Su éxito en tales cargos y el prestigio que adquiere como jurista le llevan a ser nombrado, sucesivamente, presidente de la Cámara de los Comunes y Lord Canciller de Inglaterra, siendo el primer laico en llegar a tan alto cargo.

 La caída en desgracia  
Al nombrar canciller a Moro, el rey Enrique VIII pensaba encontrar en él apoyo para conseguir el divorcio de su esposa Catalina de Aragón y el posterior matrimonio con Ana Bolena. Moro se opone a las pretensiones del rey y renuncia a su cargo de canciller alegando motivos de conciencia: había jurado "pensar antes que nada en Dios y después en su soberano". Enrique VIII sigue con sus planes: rompe con la Iglesia de Roma, se casa con Ana Bolena y se autoproclama jefe de la Iglesia de Inglaterra mediante el "Acta de Supremacía". Moro no asiste a la boda y se niega a prestar juramento a un acta que suponía la ruptura de la unidad de la Iglesia y la consolidación del poder absoluto de Enrique VIII.
Las consecuencias no se hacen esperar: Moro es encarcelado en la Torre de Londres, sentenciado como traidor al rey y decapitado el 6 de julio de 1535. Moro afrontó la muerte con serenidad y sin perder en ningún momento el sentido del humor; prueba de ello es que le dijo a su verdugo que no dañase la barba que le había crecido en prisión porque ella "no era culpable de nada".
La ejecución de Moro afectó a todos los humanistas y causó una gran conmoción en Europa. La imagen de traidor nunca fue creída, incluso por los propios protestantes. Moro quedó en la memoria del pueblo inglés como el buen juez y el gran humanista que fue. La Iglesia católica lo canonizó y lo reconoció santo.
El caso de Tomás Moro ha quedado como ejemplo del hombre que sacrifica su vida para obedecer a la voz de su conciencia. Sus decisiones están orientadas por criterios éticos de carácter universalista, en vez de regirse por principios egoístas y de acomodación al grupo social: no decidió en razón de sus intereses personales, ni buscando la aceptación de las autoridades y de su sociedad. Si lo hubiera hecho así, su vida habría sido, quizás, más larga y menos accidentada, pero también, seguro, menos satisfactoria.

 La obra de Moro  
La obra más importante de Moro lleva por título Utopía, cuyo significado literal es "en ningún lugar". Esta obra tiene dos partes: en la primera, Moro se ocupa de criticar la política de su tiempo, especialmente la tiranía absolutista y la avidez de riquezas y de poder de los gobernantes; en la segunda, describe una sociedad ideal, la de la Isla de Utopía, en la que las instituciones y la política están enteramente gobernadas por la razón.
Los habitantes de Utopía practican una economía sin propiedad privada, basada en el cultivo de la tierra y en la distribución equitativa de los bienes. Trabajan seis horas diarias y dedican el resto del tiempo al ocio y a la formación cultural. Entre ellos reina el pluralismo religioso y son tolerantes en materia sexual.
En definitiva, los valores básicos de esta Comunidad Humanista son la igualdad, la libertad y el cultivo del espíritu. En la Isla de Utopía reina un poder superior al del Estado, a saber, el del hombre.

Discutir y decidir en Utopía
A veces el asunto es llevado ante el Consejo de toda la isla. Además el Consejo también tiene la costumbre de no discutir ni razonar ningún asunto el mismo día que se propone o expone por primera vez, sino que la aplaza hasta la próxima sesión del Consejo, para que nadie, cuando ha hablado allí precipitadamente de lo primero que le ha venido a la punta de la lengua, tenga después que estudiar, más por razones con las cuales defender y mantener su primera imprudente sentencia, que por el bien de la república, como uno que más quiere el mal o el impedimento de la república que ninguna pérdida o disminución de su propia estimación, y como si se avergonzara (lo cual es una vergüenza muy tonta) de reconsiderar alguna precipitación en el inicio del asunto quien al principio debiera haber hablado con más prudencia que con prisas o temeridad.
Tomás Moro, Utopía