miércoles, 9 de junio de 2021

Grecia y nosotros

1. El descubrimiento del hombre

Nuestro pensamiento de hombres occidentales y europeos hunde sus raíces en Grecia y las formas propias de aquel pensar primigenio del hombre sobre el cosmos externo y sobre su mundo interior han valido como los moldes únicos, universales, de lo que llamamos nuestro pensar.

Porque en el hombre homérico vemos lo que de dimensión humana universal posee. Así pudiera parecernos, como si, en lo esencial, ese hombre homérico fuera ya el hombre griego, diferente en pequeñas cosas, pero fundamentalmente idéntico al hombre trágico del siglo V a.C. o al hombre platónico, cuando la verdad es que las diferencias son enormes. La estricta verdad es que el hombre homérico no es aún hombre, esto es, no se ha descubierto todavía a sí mismo como hombre, ni sabe aún de su espíritu.

Lo que llamamos nuestro pensar se encendió por vez primera en la mente de los griegos. No que los griegos aplicaran el pensar ya existente a nuevos objetos (a la física, a la filosofía política, por ejemplo), no que afilaran y aguzaran sólo métodos y modos del pensar ya existente. No, sino que el espíritu, el alma del hombre, fue por ellos descubierto y revelado. El descubrimiento o revelación del hombre por gracia de los griegos no fue, sin embargo, hallazgo subitáneo, sino el resultado de una larga aventura de servicio a la vocación histórica.

En el dominio del espíritu humano, un valor como el de la justicia, por ejemplo, existía potencialmente desde siempre, en cuanto que principio ordenador de la vida social y de las partes distintas del alma hacia una superior intención y estructura; pero fue preciso que Hesíodo, de estirpes microasiáticas, se sintiera lesionado en su derecho por la torcida justicia de los reyes "devoradores de presentes" y que, entonces, gratificado por la inspiración poderosa de las Musas del Helicón, su voz se elevara, desde lo anecdótico de su querella, hasta la altura de una fundamentación, de perfil universal, del valor de la justicia humana.

Si, lejos de adherirnos a una filosofía objetiva de los valores, asentimos a una interpretación psicológica de los mismos, entonces el descubrimiento del valor posee un sentido diferente, el de un auténtico nacimiento de algo que antes no existía y que ahora ha ingresado en nuestro horizonte axiomático por gracia de la experiencia de un hombre elegido, experiencia en significativa oposición con la tradición comúnmente aceptada, pero que, a su vez, adviene tradición para la mayoría de las sucesivas apreciaciones.

Homero aún no ha reconocido, no ha descubierto al hombre como unitario soporte de valores, como unidad funcional de una serie de operaciones concebidas todavía sólo como yuxtaposición de órganos distintos. El hombre de Homero no posee aún un espíritu, un alma semejante a la nuestra. Falta al hombre homérico la conciencia de sí mismo, el reconocimiento de su unidad de carácter. Se entenderá esta afirmación no como que el hombre homérico careciera de alma o fuera incapaz de entender o de amar, sino como que no era consciente de su alma, inteligencia y afectos.

2. Del Mitos al Logos

El hombre descubierto por los griegos sería el hombre-razón, el logos en el hombre, mientras que, prácticamente, habrían sido ciegos por la estimación de los valores volitivos y sentimentales que se asientan en el corazón del hombre. La imagen serena e impasible de Grecia, toda mesura, armonía, ritmo y razón, es absolutamente parcial y, por ende, falsa. Grecia creó la ciencia y la filosofía; pero también creó el mito y las religiones de misterio. Junto a la Grecia apolínea, hay otra Grecia doliente, apasionada, negadora del límite y de la forma, dionisíaca. Apolo y Dionisio son los dos símbolos del alma griega, síntesis que resulta de su íntima contraposición.

Con Sócrates aparece en Grecia el homo theoreticus, que sobrepasa los instintos, antípoda del dionismo, negador del espíritu del Mito. El alma griega resulta de la lucha entre el espíritu teórico, que irrumpe con Sócrates, y el espíritu trágico, entre una actitud dominada por el instinto estético y otra sometida al imperio de la moral, entre el optimismo y el pesimismo. La verdad es que ambas constantes, Logos y Mito, corren parejas, fronteras y antagónicas, a lo largo de la historia griega.

Las creaciones del espíritu griego, colocadas más directamente bajo el signo del Mito, no son ajenas al Logos. Por otra parte, las creaciones más racionales del alma griega no son ajenas al Mito.

El Logos acabará dominando y, en definitiva, no resulta desacertado concebir la historia de la cultura griega como el lento tránsito del Mito al Logos.

La calidad plástica e intelectual del mito griego, su concreción formal significativa, su apertura a nuevas experiencias históricas y su disponibilidad para la aprehensión ágil de nuevas aventuras, ensanchándose o contrayéndose, le convirtieron en el mito por excelencia de Occidente. 

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