lunes, 6 de noviembre de 2017

Aristóteles: El ser humano

Aristóteles concibió el alma como principio de vida, en consecuencia, todos los seres vivos poseen alma. En efecto, de acuerdo con la teoría hilemórfica, los seres humanos, como el resto de los seres, se componen de materia y forma; el cuerpo es la materia y el alma la forma. A este respecto, diferenció tres clases de almas: vegetativa, sensitiva e intelectiva, y de acuerdo con ellas, tres géneros o clases de seres vivos: vegetales, animales y seres humanos. Esta distinción no significa que cada cuerpo animal posea dos almas o tres el ser humano, sino que, al contrario, en cada ser existe una única alma y, en este sentido, en cada caso, el alma superior posee las vitualidades y asume las funciones propias de las almas inferiores; por ejemplo, en el caso del ser humano, el alma intelectiva asume las funciones vegetativas y sensitivas.
Pero Aristóteles no otorgó ningún estatuto especial al ser humano dentro de la teoría hilemófica y, en este sentido, su concepción supuso una ruptura radical con el dualismo platónico, pues mientras en Platón el ser humano era alma y ésta podía existir independientemente del cuerpo, en Aristóteles sucedía al contrario, puesto que el alma es la forma del cuerpo; como cualquier otra forma, no puede existir separada de la materia de la cual es forma; consecuentemente, muerto el cuerpo muere el alma y, por tanto, en el ser humano no existe nada individual inmortal.
La dignidad del ser humano no se encuentra, pues, en su inmortalidad ni en su trascendencia (es decir, en su pertenencia a un mundo supraterreno), sino en su puesto dentro de la escala de los seres vivos. En dicha escala, el ser humano ocupa el lugar superior, pues mientras el resto de los animales se encuentra sometido al determinismo de la naturaleza (phýsis), los seres humanos, por ser inteligentes y libres, poseen capacidad para dirigir su propia conducta o, lo que es lo mismo, para educar su voluntad y cumplir (o no cumplir) con las exigencias de su naturaleza.
Aristóteles distinguió dos clases de facultades en el ser humano: las sensitivas y las espirituales; las primeras son comunes a los animales y a los seres humanos, las segundas exclusivas de éstos; y tanto en unas como en otras diferenció entre las facultades cognoscitivas y afectivas. En las facultades sensitivas encontramos los sentidos externos (vista, oído, olfato, gusto y tacto) y los internos (sensorio común, memoria e imaginación) y en las del espíritu, el entendimiento agente y el paciente.
Para este filósofo, nada hay en el entendimiento que antes no haya estado en los sentidos; todo conocimiento comienza, pues, por los sentidos; no obstante, el auténtico conocimiento humano es el intelectual, por tanto, ¿cómo tiene lugar el proceso cognoscitivo? Del modo siguiente: los sentidos externos recogen los datos de los objetos, que a través del sensorio común llegan a la conciencia, en donde se conservan y se combinan entre sí por medio de la memoria y la imaginación. En este nivel intervienen las facultades superiores; en primer lugar, el entendimiento agente que, tomando los datos que le suministra la imaginación, prescinde de los datos hiléticos, singulares y concretos, y obtiene (abstrae) los formales, comunes y universales, que conoce el entendimiento paciente. El conocimiento humano, pues, se realiza mediante el entendimiento paciente y consiste en captar las esencias (o las formas) universales, existentes en los objetos singulares y concretos. Como en Platón, conocemos esencias universales; pero en contra de él, dichas esencias no existen en un mundo aparte y separado, sino en los propios objetos singulares, de donde las obtenemos por medio de la abstracción.
En cuanto a las facultades afectivas o irracionales, también se distinguen dos niveles, a saber: el apetito inferior o instintos y el superior o voluntad.