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domingo, 7 de enero de 2018

Fundamentos biológicos de la cultura

Debemos basar nuestra teoría de la cultura en el hecho de que todos los seres humanos pertenecen a una especie animal. El hombre como organismo debe existir bajo condiciones tales, que no sólo aseguren su supervivencia, sino que le permitan un metabolismo normal y saludable. Ninguna cultura puede subsistir si no son reemplazados, regular y continuadamente, los miembros desaparecidos del grupo. De lo contrario, como es obvio, la cultura perecería por la extinción progresiva de aquél. Ciertas condiciones mínimas se imponen así a todos los grupos de seres humanos y a los organismos individuales que los constituyen. Podemos definir la expresión naturaleza humana como el hecho de que todos los hombres deben comer, respirar, dormir, procrear y eliminar sustancias superfluas de su organismo, dondequiera que vivan y cualquiera sea el tipo de civilización a que pertenezcan.
Por naturaleza humana entendemos, en consecuencia, el determinismo biológico que se impone sobre toda civilización y todos los individuos que las constituyen, debido al necesario cumplimiento de funciones corporales como la respiración, el sueño, el reposo, la nutrición, la excreción y la reproducción. Podemos también definir el concepto de necesidades básicas como las condiciones ambientales y biológicas que deben cumplirse para la supervivencia del individuo y del grupo. En realidad, la supervivencia de ambos requiere el mantenimiento de un mínimo de salud y energía vital para la realización de tareas culturales, así como el número indispensable de miembros que evite la despoblación gradual.
El concepto de necesidad es meramente la primera aproximación al conocimiento de la conducta humana organizada. Más de una vez se ha sugerido que ni la necesidad más simple, ni la función fisiológica más independiente de las influencias del medio, pueden ser consideradas como totalmente inalterables ante la acción de la cultura. Por el contrario, hay ciertas actividades biológicamente determinadas por los elementos físicos del ambiente y por la anatomía humana, que están incorporadas, de modo invariable, a todo tipo de civilización.

El determinismo biológico impone en la conducta del hombre ciertos ciclos invariables que deben ser incorporados a toda cultura, refinada o primitiva, simple o compleja. Por razones teóricas y prácticas, la antropología, como teoría de la cultura, debe establecer una cooperación más estrecha con aquellas ciencias naturales que pueden proporcionarnos la respuesta específica a nuestros problemas. Así, por ejemplo, en el estudio de los diversos sistemas económicos relacionados con la producción, la distribución y el consumo de los alimentos, el asunto que concierne al dietista y al fisiólogo de la nutrición está fundamentalmente ligado con el trabajo antropológico. El especialista en nutrición puede establecer, en términos de proteínas, carbohidratos, sales minerales y vitaminas, la dieta óptima para el mantenimiento del organismo humano en estado de buena salud. Esta alimentación ideal, sin embargo, debe ser establecida con respecto a una cultura dada. La fórmula ideal recetada por un dietista no tiene importancia teórica ni práctica, a menos que se relacione con los recursos del medio y con el sistema de producción y posibilidades de distribución.
Según estudios realizados por el Instituto internacional de lenguas y culturas africanas, cuando se reclutaban obreros africanos para empresas de tipo europeo, como minas, plantaciones o factorías, se comprobaba habitualmente que los trabajadores estaban desnutridos con respecto a los esfuerzos que debían hacer para el cumplimiento de sus tareas. Se confirmó también, en investigaciones realizadas en varias tribus de África, que bajo el régimen de los nuevos esfuerzos exigidos por el cambio de cultura en general, se hace inadecuada su ración alimenticia, que era en el pasado suficiente. Así, es importante establecer los límites dentro de los cuales los organismos humanos mantienen disposición satisfactoria para el trabajo, teniendo en cuenta el consumo de alimentos, la proporción de oxígeno, el grado de temperatura y de humedad atmosférica o de la que actúa directamente sobre la piel; en una palabra, las condiciones mínimas del ambiente físico compatible con el crecimiento, el metabolismo, la protección contra los microorganismos y la reproducción suficiente.
El sistema marxista parte de la base de que la serie "hambre-alimento-saciedad" es la base última de toda motivación humana. La interpretación materialista de la historia presta énfasis en parte a la cultura material, esto es, a la riqueza, especialmente en su fase productiva. Sigmund Freud y sus discípulos convierten el impulso que nosotros hemos registrado modestamente como apetito sexual en algo así como un concepto metafísico de la líbido, y en función de su satisfacción y equilibrio, intentan explicar muchos aspectos de la organización social, la ideología y hasta los intereses económicos.

lunes, 29 de septiembre de 2014

El Potlatch

Algunos de los estilos de vida más enigmáticos exhibidos en el museo de etnografía del mundo llevan la impronta de un extraño anhelo conocido como el "impulso de prestigio". Según parece, ciertos pueblos están tan hambrientos de aprobación social como otros lo están de carne. La cuestión enigmática no es que haya gentes que anhelen aprobación social, sino que en ocasiones su anhelo parece volverse tan fuerte que empiezan a competir entre sí por el prestigio como otras lo hacen por tierras o proteínas o sexo. A veces esta competencia se hace tan feroz que parece convertirse en un fin en sí misma. Toma entonces la apariencia de una obsesión totalmente separada de, e incluso opuesta directamente a, los cálculos racionales de los costos materiales.
Vance Packard tocó una fibra sensible cuando describió a los Estados Unidos como una nación de buscadores competitivos de status. Parece ser que muchos americanos pasan toda su vida intentando ascender cada vez más alto en la pirámide social simplemente para impresionar a los demás. Se diría que estamos más interesados en trabajar para conseguir que la gente nos admire por nuestra riqueza que en la misma riqueza, que muy a menudo no consiste sino en baratijas de cromo y objetos onerosos e inútiles. Es asombroso el esfuerzo que las gentes están dispuestas a realizar para obtener los que Thorstein Veblen describió como la emoción vicaria de ser confundidos con miembros de una clase que no tiene que trabajar.
A principios del siglo XX, los antropólogos se quedaron sorprendidos al descubrir que ciertas tribus primitivas practicaban un consumo y un despilfarro conspicuos que no encontraban parangón ni siquiera en la más despilfarradora de las modernas economías de consumo. Hombres ambiciosos, sedientos de status competían entre sí por la aprobación social dando grandes festines. Los donantes rivales de los festines se juzgaban unos a otros por la cantidad de comida que eran capaces de suministrar, y un festín tenía éxito sólo si los huéspedes podían comer hasta quedarse estupefactos, salir tambaleándose de la casa, meter sus dedos en la garganta, vomitar y volver en busca de más comida.
El caso más extraño de búsqueda de status se descubrió entre los amerindios que en tiempos pasados habitaban las regiones costeras del sur de Alaska, la Columbia Británica y el estado de Washington. Aquí los buscadores de status practicaban lo que parece ser una forma maníaca de consumo y despilfarro conspicuos conocida como potlatch. El objeto del potlatch era donar o destruir más riqueza que el rival. Si el donante del potlatch era un joven poderoso, podía intentar avergonzar a sus rivales y alcanzar admiración eterna entre sus seguidores destruyendo alimentos, ropas y dinero. A veces llegaban incluso a buscar prestigio quemando sus propias casas.
El objeto del potlatch era mostrar que el jefe anfitrión tenía realmente derecho a su status y que era más magnánimo que el huésped. Para demostrarlo, donaba al jefe rival y a sus seguidores una gran cantidad de valiosos regales. Los huéspedes menospreciaban lo que recibían y prometían dar a cambio un nuevo potlatch en el cual su propio jefe demostraría que era más importante que el anfitrión anterior, devolviendo cantidades todavía mayores de regales de más valor.



En su núcleo fundamental el potlatch es un festín competitivo, un mecanismo casi universal para asegurar la producción y distribución de riqueza entre pueblos.
En condiciones en las que todos tienen igual acceso a los medios de subsistencia, la donación de festines competitivos cumple la función práctica de impedir que la fuerza de trabajo retroceda a niveles de productividad que no ofrecen ningún margen de seguridad en crisis tales como la guerra o la pérdida de cosechas. Además, puesto que no hay instituciones políticas formales capaces de integrar las aldeas independientes en una estructura económica común, la donación de festines competitivos crea una extensa red de expectativas económicas. Esto tiene como consecuencia aunar el esfuerzo productivo de poblaciones mayores que las que puede movilizar una aldea determinada.
En las sociedades realmente igualitarias que han sobrevivido el tiempo suficiente para ser estudiadas por los antropólogos, no aparece la redistribución en forma de donación de festines competitivos. En vez de ello, predomina la forma de intercambio conocida como reciprocidad.
Podemos hacernos alguna idea de lo que significan los intercambios recíprocos pensando en la manera en que intercambiamos bienes y servicios con nuestros parientes o amigos íntimos. Por ejemplo, suponemos que los hermanos no calculan el valor exacto en dólares de todo lo que hacen el uno por el otro.
Pero para ver realmente la reciprocidad en acción hay que vivir en una sociedad igualitaria que carece de dinero y en la que nada se puede comprar o vender. En la reciprocidad todo se opone al cómputo y cálculo precisos de lo que una persona debe a otra.
Podemos decir si un estilo de vida se basa o no en la reciprocidad sabiendo si la gente da o no las gracias. En sociedades realmente igualitarias, es de mala educación agradecer públicamente la recepción de bienes materiales o servicios.
Apartándonos momentáneamente de nuestro examen de los sistemas de prestigio reciprocitarios y redistributivos, podemos conjeturar que cualquier tipo principal de sistema político y económico utiliza el prestigio de una forma característica. Por ejemplo, tras la aparición del capitalismo en la Europa occidental, la adquisición competitiva de riqueza se convirtió una vez más en el criterio fundamental para alcanzar el status de "gran hombre". Sólo que en este caso los "grandes hombres" intentaban arrebatarse la riqueza unos a otros, y se otorgaba mayor prestigio y poder al individuo que lograba acumular y sostener la mayor fortuna.
La publicidad y los medios de comunicación de masas aunaron sus fuerzas para inducir a las clases media y baja a dejar de ahorrar y a comprar, consumir, despilfarrar o gastar cantidades de bienes y servicios cada vez mayores. De ahí que los buscadores de status de la clase media confirieran el prestigio más alto al consumidor más importante y más conspicuo.
Pero entretanto, los ricos se vieron amenazados por nuevas medidas fiscales enderezadas a redistribuir su riqueza. El consumo conspicuo por todo lo alto se hizo peligroso, volviéndose así de nuevo a otorgar el mayor prestigio a los que tienen más pero lo demuestran menos. Y como los miembros más prestigiosos de la clase alta ya no hacen alardes de su riqueza, se ha eliminado también algo de la presión sobre la clase media para participar en el consumo conspicuo. El uso de pantalones vaqueros rotos y el rechazo de un consumismo manifiesto entre la juventud actual de la clase media tiene más que ver con la imitación de las corrientes establecidas por la clase alta que con la llamada revolución cultural.