1. Diagramas y algoritmos
El empleo de diagramas resulta casi consustancial con la tecnología. Los diagramas se construyen mediante combinaciones de líneas y polígonos, que conforman un modelo simbólico, representativo de la secuenciación y mutuas relaciones que unen a los elementos integrantes de un sistema o proceso. Aunque en su forma concreta dependan de los deseos de su autor, suelen obedecer a ciertos principios comunes:
- Las líneas continuas indican relaciones obligatorias de dependencia u orden en la secuenciación.
- Las líneas discontinuas, por el contrario, no indican relaciones jerárquicas ni de secuenciación obligatoria, sino relaciones de colaboración, asesoramiento y secuenciación posible.
- Los polígonos tales como triángulos, cuadrados, rectángulos, suelen representar elementos o fases de un sistema o proceso.
- Las situaciones de decisión entre alternativas se representan mediante rombos o romboides.
- Las puntas de flecha indican el camino a seguir.
- La jerarquización se establece de arriba abajo y de izquierda a derecha.
- La importancia relativa de los elementos o pasos, además de por la situación en el diagrama, se puede indicar mediante las proporciones del grafismo que las representa.
Los algoritmos son definidos por Landa como las directrices "para ejecutar, siguiendo un orden determinado, un sistema de operaciones, suficientemente elementales, destinadas a resolver todos los problemas de una clase dada". La técnica del algoritmo se ha desarrollado especialmente en el campo de las matemáticas y su aplicación ha sido fundamental para el desarrollo de la computación.
La característica esencial de un algoritmo estriba en la garantía de que su aplicación estricta conduce siempre a un resultado correcto. Tres elementos son definitorios de un algoritmo:
a) el conjunto de problemas cubiertos por el algoritmo (dominio);
b) el conjunto de todos los resultados posibles (alcance o rango);
c) los prerrequisitos para su empleo.
Como características generales habrá que añadir su claridad en la formulación, la exhaustividad en cuanto las alternativas posibles en las distintas fases, y la síntesis de operaciones y decisiones. Este último aspecto es esencial para que pueda hablarse propiamente de algoritmización de un proceso. Las etapas o fases del proceso suponen acciones de manipulación o de información por parte del sujeto ejecutor, mientras que las decisiones requieren evaluación inequívoca de las acciones, para constatar si se han cumplido o no las condiciones previstas. Si las condiciones se cumplen, se sigue cierta ruta; en caso contrario, habrá que seguir otra ruta alternativa.
2. ¿Tecnología didáctica o tecnología educativa?
En la misma medida en que nuestra tradición pedagógica distingue entre instrucción y educación, resulta posible diferenciar entre la tecnología aplicada al proceso instructivo -tecnología didáctica- y la tecnología aplicada al progreso educativo -tecnología educativa-. La cuestión, sin embargo, se desplaza hacia la posibilidad de que realmente pueda darse una y otra y, como consecuencia, a su misma justificación ética.
En principio, bueno será indicar que la generalizada utilización entre nosotros del término "tecnología educativa" es fruto más de la directa adopción de la terminología anglosajona -tras un primer período inicial de traducción literal que hablaba de "tecnología educacional"-, que el resultado de una profunda reflexión sobre la función de la tecnología en la educación, entendiendo este término en toda su amplitud de su significado tradicional, desbordador de la simple instrucción. Buena muestra de esta aseveración es que las teorías e investigaciones que se ofrecen bajo el rótulo de "tecnología educativa", suelen referirse estrictamente al ámbito instructivo.
Cuanto más cerrado y mecanicista sea el diseño empleado, más estrictamente se reduce su aplicación a los propósitos concretos y objetivables (relativamente) del aprendizaje instructivo; de lo contrario, tratándose de objetivos genéricamente educativos, nos hallamos ante el adoctrinamiento. Ello al margen de que la instrucción tienda a devenir educativa. Estos planteamientos explican, sin duda, que Fernández Huerta, introductor de la tecnología en el mundo pedagógico español, prefiera seguir hablando de "tecnología didáctica", a la que define como "un sistema controlado de transmisión eficiente de mensajes didácticos mediante el empleo de artificios y medios instrumentales con estrategias bien delimitadas".
Tanto desde la perspectiva del aprendizaje como desde su estructura sistémica y comunicativa, la educación aparece como un proceso participativo, abierto e interactivo, de modo que el educando no se limita a recibir pasivamente la acción proveniente del educador, sino que ha de aceptarla libremente, integrarla y modificarla con finalidad optimizadora. De este modo la educación no es una mera reproducción de modelos, sino un proceso de perfeccionamiento que supera la simple perpetuación. Estos principios no excluyen, por supuesto, la existencia de unas primeras etapas en el desarrollo del educando, donde conocimientos, hábitos y valoraciones son impuestos por los adultos. Bajo los principios expuestos, se justifica la afirmación de que "toda educación es, en último extremo, autoeducación".
Ahora bien, cabe otra lectura de la cuestión. Al analizar las relaciones entre ciencia y tecnología, éstas forman un continuum difícil de deslindar. Esta dificultad es especialmente destacada tratándose de ciencias normativas, como el caso de la pedagogía, donde la norma ha de ser el resultado de los conocimientos teórico-científicos, por una parte, y de la eficacia tecnológica para lograr los objetivos, por otra.
La introducción de la concepción tecnológica en la pedagogía, que proporcionaría la síntesis entre lo especulativo y lo práctico, ha llevado a algunos autores a calificarla como ciencia tecnológica; mientras que otros sólo admitirían la concepción tecnológica para la parte práctica de la pedagogía.
Lo positivo de la consideración de la pedagogía como ciencia tecnológica de la educación, estriba en el deseo de acabar con la normatividad que nace de la rutina o de la improvisación, advirtiendo que la validez de una norma ha de justificarse por los conocimientos científicos en los que se apoya, puesto que el camino de la normatividad metodológicamente científica va de la teoría a la norma. Por contra, aparece el peligro de poner los objetivos más estrictamente educativos, aquéllos que afectan a lo más íntimo de la persona, al mismo nivel que la adquisición de conocimientos o de hábitos motóricos, con la consiguiente conversión del proceso educativo en una tarea de condicionamiento adoctrinador, donde no habría lugar para la libre opción del educando. El avance científico-tecnológico de la educación siempre habrá de tener bien presente las limitaciones que impondría la ética, pues, de otro modo, educar perdería la nobleza de su significado.