El conocimiento de Egipto es uno de los capítulos más brillantes de la arqueología, además de uno de los más recientes. La Edad Media identificaba el país de los faraones con una colonia romana o un asentamiento cristiano. El Renacimiento pensaba que la civilización había empezado con Grecia. Incluso en el Siglo de las Luces no se conocía de Egipto nada más que las pirámides.
La egiptología (esto es, el estudio de la civilización egipcia) es fruto del imperialismo napoleónico. Cuando en 1798 Napoleón preparó una expedición a Egipto, llevó un gran número de peones e ingenieros para explorar el terreno, y de paso llevó también a algunos científicos eruditos, porque pensó que quizá le serían útiles para entender mejor la historia de aquel país. Y, en efecto, estos fueron los hombres que descubrieron al mundo los templos de Luxor y Karnak. Y estos mismos hombres, diez años después, presentaron a la Academia Francesa una Descripción de Egipto que abrió las puertas al estudio científico de una civilización antigua y olvidada.
Sin embargo, durante muchos años, los estudiosos fueron incapaces de leer las inscripciones que aparecían en los monumentos, hasta que ocurrió un hecho de especial importancia: uno de los hombres de Napoleón encontró una piedra de basalto negro cerca de Rosetta, ciudad situada a unos 50 kilómetros de Alejandría. Era una piedra rota, de forma irregular, que medía 114 cms. de alto y 72 cms. de ancho. Esta piedra pasó luego a poder de los ingleses, que la conservan y exponen actualmente en el Museo Británico de Londres.
Las inscripciones de la piedra Rosetta, grabadas por los sacerdotes escribas de Menfis, reflejaban unas concesiones hechas al pueblo por el rey Ptolomeo V Epífanes, en el siglo III a.C., para conmemorar el noveno aniversario de su ascensión al trono. La piedra reproducía el mismo texto en tres escrituras diferentes: jeroglífica egipcia, demótica (una forma de escritura derivada de la jeroglífica hierática y usada para las situaciones comunes, es decir, las no oficiales o que se referían a hechos sagrados) y griego. Gracias a esta última lengua, cuyo significado sí se conocía, fue posible descifrar en su totalidad las otras dos.
2. Thomas Young y François Champollion
El inglés Thomas Young y el francés François Champollion dedicaron muchos años a descifrar el contenido de esos jeroglíficos. Algunos de ellos estaban escritos dentro de un cartucho (conjunto de signos pictográficos reunidos en el interior de un óvalo que se empleaba para escribir los nombres de los personajes de la realeza). Fueron dos de los cartuchos utilizados en esta muestra de escritura jeroglífica los que les permitieron descifrar la totalidad del texto.
Cartucho egipcio |
Thomas Young observó que la primera figura del primer cartucho aparecía también en el segundo. Lo mismo ocurría con la cuarta figura del primer cartucho. De este modo, y con mucha paciencia, llegó a relacionar los diferentes signos que aparecían en las letras. Y llegó a la conclusión de que un cartucho contenía el nombre del rey Ptolomeo y que el otro contenía el nombre de la reina Cleopatra. Comparando la orientación en la que estaban dibujados los caracteres de los pájaros y otros animales, descubrió también en qué dirección debían leerse los jeroglíficos.
Después de veinte años de estudio, Champollion consiguió descifrar todo el texto de la piedra Rosetta, traduciendo buena parte del sistema de escritura egipcio. Su labor amplió el conocimiento sobre el sentido y funcionamiento de la escritura, por tratarse de un tipo que incorporaba signos puramente pictográficos con otros de tipo fonético, y que parecía ocupar un lugar de transición entre los pictogramas y los sistemas silábicos posteriores.