Una primera tentativa idónea de resolver el problema de la educación de la persona humana, se produjo durante el florecimiento de la civilización griega y precisamente entre los griegos de la raza jónica. Bien es verdad que no hay que caer en el error de atribuir a toda la civilización helénica lo que era solamente producto de algunas zonas y de algunas épocas o clases particulares. Sin embargo, no se puede negar que, a pesar de las inevitables variaciones en el tiempo y en el espacio, existen características sobresalientes que permiten determinar, en sus líneas fundamentales, la orientación educadora de este pueblo.
La raza jónica se distinguía entre las otras no sólo por su amor al riesgo que la hacía particularmente ávida de viajar y hábil en el tráfico marítimo, sino sobre todo por su deseo de aventura en el campo espiritual, que la hacía menos conservadora, más curiosa de saber, y singularmente inclinada a cultivar todos los idealismos, y no sólo económicos y utilitarios, de la vida. Lo explica, entre otras cosas, la aparición, en medio de todo ello, de la verdadera filosofía, entendida como búsqueda plenamente racional en torno a la realidad en general y al hombre en especial, y la aparición, en consecuencia, junto con los problemas de los fines del hombre, de la primera sistemática reflexión pedagógica que estudia los medios para la realización de estos fines. Pero la tendencia a discutir y a raciocinar, tan evidente en la época de los sofistas y de Sócrates, no era la única ocupación del espíritu griego. La agudeza y la vivacidad del temperamento, mezclada con recursos no comunes de un rica y variada vida interior, con una exuberante imaginación y con naturales tendencias y disposiciones para saborear la belleza, hicieron que, por encima de las fuertes diferencias individuales de actitudes e inclinaciones, fuese afirmado en substancia por estos antiguos un supremo ideal de armonía y de gracia, al que se creía debían modelarse todas las actividades humanas.
Frecuentemente, en la práctica se consigue, sólo de una forma imperfecta, dar vida a este ideal. Pero la educación tuvo este mira. Como doctrina y como práctica precisamente por la búsqueda de una completa armonía, se inspiró primero de una forma muy especial en la intención de formar la personalidad humana, cuyo desarrollo independiente se conciliase con las tradiciones y la necesidad de la vida asociada. No faltan, naturalmente, episodios que revelan la tenaz supervivencia de una mentalidad primitiva y conservadora: por ejemplo, los clamorosos procesos contra la «novedad» de los filósofos Anaxágoras, Protágoras y Sócrates sobre todo. No faltan tampoco exageraciones de los principios de autoridad que parecen dictados por la voluntad de imponer la sujeción absoluta de un individuo con respecto a otro cuyo prestigio se considera discutible (el autós efa de los pitagóricos que se convierte luego en el ipse dixit de los tardíos aristotélicos) o con respecto al Estado educador (Platón). Pero el sentido de equilibrio que imprime su huella en la mejor civilización griega se manifiesta también en las relaciones entre el individuo y el Estado, que son los dos polos de la realidad política.
La educación debe formar al ciudadano. Sobre esto no hay duda: el carácter social de la educación está siempre presente en la tradición y el pensamiento griegos, puesto que «el hombre es un animal político» (Aristóteles). Sin embargo, también está vivo en los griegos de la edad clásica el conocimiento del valor individual, y es bastante común la afirmación de que al Estado, del que el ciudadano debe ser el más acendrado defensor, no le conviene oprimir a los súbditos con la imposición de reglas absolutamente acabadas. El fenómeno espartano permanece aislado en Grecia, y prevalece, no obstante, muy claramente la convicción de que sabios y virtuosos magistrados, valerosos combatientes y custodios sinceros y seguros de las mejores tradiciones civiles y religiosas de la patria, son en primer lugar ciudadanos que tienen una personal y bien madura fisonomía espiritual. En efecto, como dice también Aristóteles (Política), la virtud colectiva es la consecuencia necesaria de la virtud individual.
La búsqueda de una armonía conciliadora en las relaciones entre el individuo y la colectividad era posible porque se había llevado a cabo una evolución en el concepto de Estado. El Estado mágico de los primitivos había sido sustituido por el Estado razón, que precisamente debía asegurar a todos los asociados el orden racional contra las insidias del mito y sobre todo contra las pasiones e instintos que sacan a la superficie las vocaciones ancestrales de los salvajes y los impulsos irracionales del hombre de las cavernas. Platón pensará su República precisamente como expresión ideal del kosmos universal e impulsará hasta las últimas consecuencias la lucha contra los peligros de lo irracional cuando expulsa de su República a los poetas, eternos «rufianes de Dionisos», infatigables creadores de fábulas fascinadoras. Sólo más tarde Roma añadirá al ideal griego la «humanidad» estoica, como correctivo sea de la brutal violencia primitiva, sea del racionalismo implacable.
La razón es el punto de encuentro y la base sobre la que se edifica la vida del individuo y del Estado. Por esto la educación del individuo se identifica directamente con su formación política, y el problema educativo, que era para los griegos el problema mismo de la vida, debía ser el problema de la vida política. No existía un problema educativo separado del problema político y del moral. De ahí la gran importancia social que asumió la educación en la polis griega de la época clásica. Toda la ciudad es la que está empeñada en educar, y organiza las fiestas religiosas, las palestras, los juegos y el teatro con la finalidad de formar las conciencias mediante el contacto directo y la participación inmediata en la vida política comunitaria. De ahí, sin embargo, al mismo tiempo, el gran respeto sentido por la libertad del individuo, lo que nos permite definir ya la educación griega como liberal, sea en el sentido genérico de que tiene el propósito principal de que que el hombre sea capaz de hacer uso, con pleno conocimiento, de la propia libertad, sea en el sentido más específico de que deja libertad de acción a los padres y educadores en sus relaciones con los jóvenes, y no impone a los educadores normas fijas que los obliguen exteriormente a seguir caminos distintos de aquellos que crean poder seguir libre y espontáneamente.
Precisamente por esta apreciación de valores individuales, la cultura griega no tiene carácter tradicional; es continuamente progresiva y ha creado de hecho un número prodigioso de obras maestras y de valores artísticos y humanos. De una forma análoga, la educación griega es progresiva, es decir, no se limita a la monótona repetición del pasado, sino que se renueva continuamente, fija la mirada en el porvenir. El progreso nace de la forma en que se concibe el desarrollo completo de la personalidad. El orden y la armonía, principios de la racionalidad y del arte, que deben tender a identificarse, reinan también en la educación del individuo. La formación del hombre en todas sus direcciones materiales y espirituales se alcanza con un perfecto equilibrio de las distintas actividades del alma entre sí y una potencialidad proporcionada de las más diversas dotes espirituales y corpóreas. De este modo surge la necesidad de estimular en los jóvenes, junto con la cultura intelectual, un adecuado acrecentamiento de las cualidades morales y estéticas, junto con una correspondiente actividad física.
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