La Baja Edad Media vio cómo se abría paso un nuevo tipo de economía centrada en el comercio y la progresiva monetización de los intercambios. Se pasó de una economía de autoconsumo, en la que la unidad familiar se orientaba hacia una actividad autárquica, orientada al mercado, es decir, a la producción de mercancías y que buscaba rentabilizar una inversión. Surgió así una nueva economía: el capitalismo.
En las economías tradicionales, el artesano o el agricultor produce una mercancía que intercambia en el mercado por dinero para así conseguir nuevas mercancías que cubran sus necesidades. En este caso, el dinero no es más que un instrumento que facilita el intercambio, pues ahorra problemas de cálculo (todo se mide o valora en dinero) y favorece el que alguien que necesita sillas pueda comprárselas a otro. En este sistema económico, lo que se persigue de forma primaria es la satisfacción de las necesidades mediante el intercambio de las mercancias.
Las economías capitalistas tienen como principal objetivo rentabilizar una inversión o valorizar un capital. Para ello, el inversor calcula y analiza las posibilidades de inversión, la rentabilidad, se puede tener éxito, si su producto va a ser demandado o no, etc.; se impone, pues, el cálculo contable y la racionalidad económica basada en «obtener lo máximo a partir de lo mínimo». Lo prioritario no son las necesidades, sino sólo las que pueden traducirse en beneficios. Lógicamente, este sistema tiende a cubrir las principales necesidades de las personas, pues es lo que en primer lugar demandan todos. Sin embargo, se da el caso de que hay necesidades que son importantes, pero que no son de interés económico, pues no generan beneficios. Esta dinámica capitalista abre paso a una dinámica de desarrollo que debe expandirse para poder sostener el sistema económico.
La racionalidad económica defiende dos ideas:
- Con lo menos, producir lo más.
- Eficacia económica como razón última de todo.
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