A comienzos del siglo XX dominaba el panorama de la historiografía una concepción, heredada del siglo XIX, que fue llamada "historia historizante" (Henri Berr) o "historia episódica" (Paul Lacombe). La misión del historiador consistiría, según esa concepción, en establecer, a partir de los documentos, las "hechos históricos", coordinarlos, y finalmente exponerlos de forma coherente. "Hechos históricos" serían aquellos hechos singulares, individuales, que no se repiten; el historiador debería recogerlos todos, obviamente, sin elegir entre ellos. Se los veía como la materia de la historia, que existiría ya, latente en los documentos, antes de que el historiador se ocupara de éstos. Su ordenación en una cadena lineal de causas y consecuencias constituiría la síntesis, la presentación de los hechos estudiados: hechos casi siempre políticos, diplomáticos, militares o religiosos, muy raramente económicos o sociales. Por supuesto, la realidad del funcionamiento de esa manera de hacer historia no correspondía a la visión que de su disciplina tenían los historiadores de entonces. Seguros de sus "ciencias auxiliares", lentamente elaboradas durante siglos para servir a la crítica externa e interna de los documentos, seguros en general del conjunto de reglas de su método, ellos estaban lejos de percibir que los famosos "hechos históricos", supuestamente una realidad exterior y sustancial que se impone al investigador, eran más bien una creación de éste; que aunque no aparecían explicitadas una teoría explicativa o hipótesis de trabajo, no dejaban por ello de existir, y determinaban la elección del objeto y de los documentos, la elaboración de los "hechos" a partir de tales testimonios y su exposición ordenada. Una concepción trascendente de la historia, del movimiento histórico, desde luego implícita y jamás mencionada, era el criterio de definición de cada hecho como histórico o no, y lo que permitía "saltar" de un hecho a otro, componiéndose así un texto ordenado. La imparcialidad u objetividad del historiador positivista era pues un mito, lo que se puede ver claramente en el pasaje siguiente de un artículo de François Furet (1971):
...como el acontecimiento -irrupción súbita de lo único y de lo nuevo en la cadena del tiempo- no puede ser comparado con ningún antecedente, la única manera de integrarlo a la historia consiste en atribuirle un sentido teleológico: si él no tiene un pasado, tendrá un futuro. Y como la historia se ha desarrollado, desde el siglo XIX, como un modo de interiorización y conceptualización del sentimiento del progreso, el "acontecimiento" indica casi siempre la etapa de un advenimiento político o filosófico: república, libertad, democracia, razón. Tal conciencia ideológica de la historia puede asumir formas más refinadas; puede reorganizar el saber adquirido sobre determinado periodo alrededor de esquemas unificadores menos directamente ligados a elecciones políticas o a valores (tales como el "espíritu" de una época, su "visión del mundo"); pero ella traduce en el fondo el mismo mecanismo de compensación: para ser inteligible, el acontecimiento necesita una historia global definida fuera e independientemente de él. De ahí viene esa concepción clásica del tiempo histórico como una serie de discontinuidades descritas de manera continua, que es naturalmente la narración.
Es evidente, sin embargo, que el método crítico -penosamente constituido desde el Renacimiento sobre todo- tuvo y tiene su utilidad. Es necesario situar los documentos en el tiempo y el espacio, clasificarlos, criticarlos en cuanto a su autenticidad y credibilidad. Pero este trabajo erudito ya no representa la mayor parte de la actividad del historiador, como ocurría cuando predominaba la concepción positivista de la historia.
Sin duda, desde las primeras décadas del siglo XX, tal visión de la historia fue criticada -sin dejar entonces de ser dominante- por los pioneros de una nueva concepción histórica, como Paul Lacombe y Henri Berr. Este último animó la Revue de synthèse historique, gracias a la cual un primer contacto de la historia con las otras ciencias del hombre pudo realizarse. En esa primera fase de apertura de la historia a nuevas influencias, fue la psicología una de las ciencias que más atrajo a algunos historiadores, a Lucien Febvre inclusive.
El cambio decisivo de dirección ocurrió a partir de 1929, con la creación de los Annales por Lucien Febvre y Marc Bloch: estos historiadores hicieron de dicha revista un punto de encuentro y discusión entre historiadores y científicos sociales en general. Bajo su impulso, y el de F. Simiand, E. Labrousse o J. Meuvret, se inició la evolución que condujo a una nueva historiografía francesa, cuya influencia sobre muchos historiadores latinoamericanos fue muy importante. En una primera fase, fueron los estudios económicos de la coyuntura los que más influenciaron a los historiadores, estimulando el estudio de los precios y salarios. Sin embargo, el gran movimiento de contacto y debate con las ciencias sociales cambió de dirección -y más de una vez- desde los años 30, bajo nuevas influencias: del estructuralismo lingüístico y antropológico, de la demografía, de la Escuela de Chicago. La importancia de Fernand Braudel y Ernest Labrousse fue primordial en el sentido de orientar a los historiadores hacia el estudio de las estructuras, más allá de los acontecimientos y de los ciclos coyunturales. Al contacto de las otras ciencias del hombre, la historia, a partir de 1930 aproximadamente, se interesa por los hechos recurrentes así como por los singulares, por las realidades conscientes y por aquellas cuyos contemporáneos no tienen necesariamente conciencia -los ciclos coyunturales de larga duración, por ejemplo-.
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