Es claro que para lograr una conformidad con nuestra definición de la ciencia será necesario responder a un cierto número de cuestiones, planteadas, más que resueltas, en el análisis que precede. Tanto en el concepto de institución, como en el aserto de que cada cultura debe ser analizada de acuerdo con tales instituciones y también de que todas las culturas tienen como principal factor común una serie de tipos institucionales, va ya implícito un cierto número de generalizaciones o leyes científicas de los procesos y sus resultados.
Lo que necesitamos aclarar antes es la relación entre forma y función. Toda teoría científica debe partir de y conducir a la observación. Debe ser inductiva y verificable por la experiencia. En otras palabras, es menester que se refiera a experiencias humanas susceptibles de ser definidas, y que se manifiesten públicamente, es decir, que sean accesibles a cualquier observador; que sean periódicas, y en consecuencia impregnadas de generalizaciones inductivas en virtud de las cuales puedan ser predichas. Todo esto significa que, en último análisis, toda proposición de antropología científica debe referirse a fenómenos susceptibles de ser definidos por la forma, en el más objetivo sentido del término.
Cultura, como obra del hombre y como medio a través de los cuales logra sus fines (un medio que le permite vivir, establecer un nivel de seguridad, confort y prosperidad; que le proporciona poder y lo pone en condiciones de crear bienes y valores más allá de su realidad animal y orgánica), debe ser entendida como un medio para un fin, es decir, instrumental o funcionalmente.
Por lo tanto, si ambas aserciones son correctas, podremos dar una definición más clara de los conceptos de forma, de función y de las relaciones entre ambos.
El hombre modifica el medio natural en que vive. Ningún sistema organizado de actividades es posible sin una base física y sin un equipo de instrumentos. Sería posible demostrar que ninguna fase distintiva de cualquier actividad humana se produce sin el uso de objetos, herramientas, mercancías; en resumen, sin la intervención de elementos de la cultura material. Al mismo tiempo, no hay actividad humana, individual o colectiva, que podamos considerar como puramente fisiológica, es decir, "natural", o no regulada. Hasta la respiración, las secreciones internas, la digestión y la circulación se producen dentro del ambiente artificial en condiciones culturalmente determinadas. Los procesos fisiológicos del cuerpo humano son afectados por la ventilación, por la rutina y la calidad de los fenómenos nutritivos, por las condiciones de seguridad o peligro, de satisfacción o ansiedad, de temor o esperanza. A su turno, funciones tales como la respiración, la excreción, la digestión y las secreciones glandulares afectan a la cultura más o menos directamente y provocan el nacimiento de sistemas culturales referentes al alma humana, a la brujería o a concepciones metafísicas. Hay una constante interacción entre el organismo y el medio secundario dentro del cual vive, es decir, la cultura. En una palabra, los seres humanos viven de acuerdo con normas, costumbres, tradiciones y reglas que son el resultado de una interacción entre los procesos orgánicos, la actividad del hombre y el reacondicionamiento de su ambiente. Tenemos aquí, por consiguiente, otro integrante importantísimo de la realidad cultural: si lo llamamos norma o costumbre, hábito o mos, poco importa. Por simple razón de simplicidad, usamos el término costumbre para abarcar todas las formas tradicionalmente reguladas y estandarizadas de la conducta. ¿Cómo podemos definir este concepto a fin de destacar claramente su forma, facilitar en consecuencia su enfoque científico y relacionar luego esta forma con su función?
La cultura, sin embargo, incluye también algunos elementos que permanecen aparentemente intangibles, fuera del alcance de la observación directa, y cuya forma ni cuya función resultan muy evidentes. Nos referimos, por lo común, a ideas y valores, a intereses y creencias; analizamos motivos en los cuentos populares y concepciones dogmáticas en las investigaciones sobre la magia o la religión. ¿En qué sentido podemos hablar de forma cuando encaramos la creencia en un dios o la tendencia hacia el animismo o el totemismo?
Algunos sociólogos parten de la base del acuerdo colectivo, de una sociedad hipostática, considerada como "el ser moral objetivo, que impone su voluntad sobre sus miembros". Es claro, sin embargo, que no puede ser objetivo lo que no es accesible a la observación. Muchos investigadores que se ocupan del análisis de la magia o la religión, del conocimiento primitivo o la mitología, se satisfacen con la descripción en términos de psicología individual introspectiva. En esto no es posible obtener una decisión final entre una teoría y otra, entre un supuesto o conclusión y el contrario, apelando a la observación, desde que obviamente sobre aquellos asuntos no podemos observar los procesos mentales ni del salvaje ni de persona alguna. Tenemos, por lo tanto, una vez más, la tarea de definir la concepción objetiva de lo que, provisionalmente, podríamos considerar como la porción espiritual de la cultura, indicando, al mismo tiempo, la función de la idea, la creencia, el valor y el principio moral.
Resulta probablemente claro ahora, que el problema que estamos encarando aquí y tratando de resolver con cierta corrección, es el problema fundamental de toda ciencia: el de establecer la identidad de sus fenómenos.
Quien esté familiarizado con las controversias históricas, sociológicas o antropológicas, no puede negar que este problema aún espera solución y que la ciencia de la cultura carece todavía de verdaderos criterios significativos (esto es, criterios respecto a qué y cómo observar, qué comparar y cómo demostrarlo, y qué huellas rastrear en la evolución y la difusión). Mientras muchos antropólogos están de acuerdo en que la familia, por lo menos, es una verdadera unidad cultural que puede ser identificada y rastreada universalmente, en toda la extensión del género humano, hay no pocos que discuten la existencia de esta institución.
Así, la tarea de establecer los criterios identificativos, por una parte en la teoría y en el trabajo de campo por otra, es quizás la contribución más importante en el sentido de hacer científico el estudio del hombre. Cuando el investigador de campo que establece por primera vez su residencia en el pueblo cuya cultura desea conocer, registrar y presentar al mundo, encara desde luego el problema de qué significa identificar un hecho cultural, desde que, evidentemente, identificar es lo mismo que comprender. Nosotros comprendemos la conducta de otra persona cuando podemos dar razón de sus motivaciones, sus impulsos, sus costumbres, es decir, su total reacción ante las condiciones en que se encuentra.
Las acciones, los ordenamientos materiales y los medios de comunicación que son más directamente significantes y comprensibles, son aquellos vinculados con las necesidades orgánicas del hombre, con la emociones y con los medios prácticos de satisfacer esas necesidades. Cuando los individuos comen o descansan, cuando sienten atracción recíproca o se comprometen en el noviazgo, cuando se calientan junto al fuego, duermen en una tarima, acarrean alimentos y agua para preparar una comida, no nos hallamos perplejos, no tenemos dificultad en proporcionar una relación clara o poner al cabo de lo que realmente ocurre a miembros de culturas diferentes. El resultado infeliz de este hecho básico es que los antropólogos han seguido a sus inexpertos predecesores y han descuidado un poco estas fases elementales de la existencia humana, por cierto no sensacionales, pero tampoco carentes de problemas. Y aun es evidente que una selección de las particularidades exóticas, llamativas y extrañas, divergentes de la tendencia universal de la conducta humana, no es en sí misma una selección científica, porque las más ordinarias satisfacciones de las necesidades elementales son muy importantes para toda conducta organizada.
Cualquier teoría de la cultura debe partir de las necesidades orgánicas del hombre, y si logra relacionar las más complejas e indirectas, pero quizá más imperativas necesidades, del tipo de las que llamamos espirituales o económicas, nos habrá proporcionado una serie de leyes generales que tanto necesitamos para una cabal teoría científica.
Cuando la conducta humana comienza a parecer extraña, alejada de las necesidades y de las costumbres (el corte del cuero cabelludo o la adoración de un tótem), decimos que pertenecen al campo de la magia o de la religión, y que son debidas, o al menos así nos lo parecen, a deficiencias en la razón o el entendimiento primitivo. Cuanto menos estén relacionadas esas conductas con las necesidades fisiológicas, más entraremos en la especulación antropológica. Pero esto es verdad sólo en parte. Un buen número de exóticas y extrañas conductas hacen referencia a la comida, al sexo y al crecimiento o decadencia del cuerpo humano. El canibalismo y los alimentos "tabú", el matrimonio y las costumbres de parentescos, los diferentes tipos de enterramientos, forman comportamientos culturalmente determinados, que pueden resultarnos extraños, pero, sin duda, se producen inevitablemente por reacciones emocionales.
Si queremos encarar los inconvenientes y complejidades de los modos de comportamiento culturales, debemos relacionarlos con los procesos orgánicos del cuerpo humano y con aquellas fases concomitantes de la conducta que llamamos deseo o impulso, emoción o disturbio fisiológico, y que, por una razón u otra, deben ser regulados y coordinados por el conjunto de elementos de la cultura.