Las diferencias sexuales innatas no pueden explicar la distribución desigual de privilegios y poderes entre hombres y mujeres en las esferas doméstica, económica y política.
La especie humana es única en el reino animal, ya que no hay correspondencia entre su dotación anatómica hereditaria y sus medios de subsistencia y defensa. Somos la especie más peligrosa del mundo no porque tengamos los dientes más grandes, las garras más afiladas, los aguijones más venenosos o la piel más gruesa, sino porque sabemos cómo proveernos de instrumentos y armas mortíferas que cumplen las funciones de dientes, garras, agujones y piel con más eficacia que cualquier simple mecanismo anatómico. Nuestra forma principal de adaptación biológica es la cultura, no la anatomía.
En las sociedades humanas, el dominio sexual no depende de qué sexo alcanza un mayor tamaño o es innatamente más agresivo, sino de qué sexo controla la tecnología de la defensa y de la agresión.
El predominio de la guerra acaba con la lógica que constituiría inicialmente la predicción del matriarcado. Las mujeres están capacitadas teóricamente para resistir e, incluso, subyugar a los varones a los que ellas mismas han alimentado y socializado. Tan pronto como los varones empiezan, por la razón que sea, a llevar el peso de los conflictos intergrupales, las mujeres no tienen otra opción que criar el mayor número posible de varones feroces.
Cuanto más feroces son los varones, mayor es el número de guerras emprendidas y mayor la necesidad de los mismos. Asimismo cuanto más feroces son los varones, mayor es su agresividad sexual, mayor la explotación de las mujeres y mayor la incidencia de la poliginia, el control que ejerce un sólo hombre sobre varias esposas.
Algunos movimientos de liberación de la mujer que reconocen la función de la guerra en relación con el sexismo insisten, sin embargo, en que las mujeres son las víctimas de una conspiración masculina puesto que sólo se les enseña a los hombres cómo matar con armas. Les gustaría saber por qué no se les enseña también a las mujeres las artes marciales.
¿Por qué debe concentrarse el esfuerzo de embrutecimiento en los hombres? ¿Por qué no se enseña a hombres y mujeres a manejar la tecnología de la agresión? Estas son preguntas importantes. La respuesta tiene que ver con el problema de adiestrar a los seres humanos -de uno u otro sexo- a ser despiadados y feroces. Hay dos estrategias clásicas que utilizan las sociedades para hacer a la gente cruel. Una es estimular la crueldad ofreciendo alimentos, confort y salud corporal como recompensa a las personalidades más crueles. La otra consiste en otorgarles los mayores privilegios y recompensas sexuales. De estas dos estrategias, la segunda es la más eficaz porque la privación de alimentos, confort y salud corporal es contraproducente desde el punto de vista militar.
Los varones son naturalmente más agresivos y feroces porque el papel del sexo masculino es evidentemente agresivo. Si se utiliza el sexo para estimular y controlar el comportamiento agresivo, entonces se sigue que ambos sexos no pueden embrutecerse simultáneamente en el mismo grado. Uno u otro sexo debe ser adiestrado a ser dominante, ambos no pueden serlo a la vez. Embrutecer a ambos equivaldría a provocar una guerra declarada entre los dos sexos. En otras palabras, para hacer del sexo una recompensa al valor, se debe enseñar a uno de los sexos a ser cobarde.
Cuando la guerra era un medio destacado de control demográfico y cuando la tecnología de la guerra consistía principalmente en primitivas armas de mano, los estilos de vida machistas estaban necesariamente en ascenso. En la medida en que ninguna de estas condiciones vale para el mundo actual, los movimientos de liberación de la mujer tienen razón cuando predicen el declive de los estilos de vida machistas.