La naturaleza humana impone sobre todas las formas de la conducta, hasta la más compleja y organizada, un cierto determinismo. Éste consiste en un número de series vitales, indispensables para la marcha saludable del organismo y de la comunidad en conjunto, las cuales deben ser incorporadas a todo sistema tradicional de existencia organizada. Estas series vitales constituyen puntos cristalizados con respecto a los procesos y productos culturales, y a los complejos ordenamientos que se van formando en torno de cada serie.
Los impulsos, las actividades y las satisfacciones ocurren de hecho dentro de un determinado marco cultural. En cuanto al impulso, es claro que en toda sociedad humana cada uno es remodelado por la tradición. En su forma dinámica el impulso aparece como una motivación, que aquélla también modifica, forma y determina. El determinante cultural es un hecho familiar en cuanto se refiere al hombre o apetito, es decir, a la disposición para comer. Limitaciones sobre qué es considerado sabroso, admisible, ético; los tabúes mágicos, religiosos, higiénicos y sociales respecto de la calidad, ordenación material y preparación de la comida; la rutina habitual que establece el momento y el tipo de apetito, todos estos aspectos pueden ser ejemplificados considerando nuestra propia civilización. El apetito sexual, satisfecho siempre e invariablemente dentro de ciertos límites, está rodeado por las más estrictas prohibiciones, como las del incesto. La fatiga, la somnolencia, la sed y la vigilia son determinadas también por factores culturales tales como el cumplimiento del deber, la urgencia de la tarea y el ritmo establecido de las actividades.
En definitiva, sería ocioso desatender el hecho de que el impulso que conduce al acto fisiológico más simple está, por una parte, plasmado y determinado por la tradición, y, por otra, es inevitable en la vida, porque está además determinado por las necesidades fisiológicas. Vemos también por qué, considerados bajo dadas condiciones de cultura, no pueden existir impulsos pura y simplemente fisiológicos. Comer en común implica condiciones en cuanto a cantidad, hábitos y maneras, y así se derivan una serie de reglas de comensalía. En tales casos, la comida se convierte más bien en la realización cultural de un hecho fisiológico que en la satisfacción, biológicamente determinada, de un mero impulso.
El acto de descansar y de dormir exigen un marco específico, un conjunto de objetos materiales y especiales condiciones arregladas y permitidas por la comunidad. Tanto en la más simple como en la más compleja cultura, la micción y la defecación se cumplen bajo condiciones muy especiales y están rodeadas por un rígido sistema de reglas. Muchos pueblos primitivos, por razones mágicas o temor a la brujería, así como por sus ideas acerca de los peligros que emanan de los excrementos humanos, imponen estrictas normas de secreto y aislamiento que encontramos hasta en la civilizada Europa. En todos estos casos vemos cómo actos vitales quedan regulados, definidos y modificados por la cultura.
Lo mismo ocurre con la satisfacción de las necesidades. Tanto si un judío ortodoxo come, por desventura, puerco, o si un bracmán es obligado a ingerir carne de vaca, manifestarían síntomas de naturaleza fisiológica, como el vómito, desarreglos digestivos y manifestaciones de enfermedades. El goce logrado con un acto sexual con el que se ha quebrantado un tabú de incesto o se ha cometido adulterio o infringido los votos sagrados de castidad, produce también un efecto determinado por los valores culturales.
Esto prueba que en los aspectos culturales de la conducta no debemos olvidar la biología, pero que no debemos considerarnos satisfechos con sólo el determinismo biológico. El hombre satisface sus urgencias corporales bajo condiciones de cultura.
Entendemos entonces por necesidad cultural el sistema de condiciones que se manifiestan en el organismo humano, en el marco cultural y en la relación de ambos con el ambiente físico, y que es suficiente y necesario para la supervivencia del grupo y del organismo.