sábado, 25 de mayo de 2019

El tiempo libre y la pedagogía del ocio

Trabajo y ocio se presentan como actividades antitéticas, ocupaciones separadas, tiempos segregados.

Una gran parte de las actividades educativas no formales, aunque estén vinculadas funcionalmente al trabajo, transcurren durante el tiempo libre. Aun cuando los objetivos perseguidos por los programas y medios educativos no formales estén muchas veces relacionados con el trabajo, no siempre la participación en ellos es fruto de una imposición heterónoma, al menos explícita. Las más de las veces es el propio individuo quien decide, por las motivaciones que sean, inscribirse en un curso no formal de aprendizaje o intervenir en alguna actividad formativa no escolar. Aun en la infancia, cuando el nivel de decisión personal es más reducido, la participación en actividades no formales depende mucho más del propio sujeto que la compulsiva escolarización. En general, pues, el tiempo libre es el marco de la mayor parte de las actividades educativas no formales. Otro asunto es que este tiempo libre, por la especificidad de la actividad desarrollada, deje de parecerlo; o, con más claridad, que la actividad que lo ocupa no se avenga con lo que se suele entender como ocio. Ocio lo asociamos a jugar, pasear, conversar, leer, asistir a espectáculos, practicar nuestros hobbies, etc., y no tanto a seguir un curso de perfeccionamiento profesional por correspondencia o matricularse en una escuela de idiomas, aun cuando ambas ocupaciones puedan desarrollarse durante el tiempo liberado del trabajo.
Sin embargo, la pedagogía del ocio no hace referencia directamente a la simple ocupación del tiempo libre con actividades instructivas o educativas, sino más especialmente a la potenciación de lo que en sí misma tiene de positivo la actividad de ocio. Y lo que es específico de ella no es su contenido concreto (hacer una cosa y otra), sino ciertas cualidades presentes en su origen y ejecución. Éstas serían: la carencia de imperativos externos sobre el hecho mismo de realizarla y el modo de hacerlo, y la satisfacción o disfrute intrínseco que produce. Así, el ocio consiste más en una actitud que en un conjunto definido de actividades; se identifica menos por lo que se hace que por el cómo se hace y lo que ha conducido a hacerlo. La libertad y la tendencia a no relegar el disfrute a lo que la acción producirá una vez concluida, sino a buscarlo en la misma acción, es en lo que consiste la actitud de ocio. La pedagogía del ocio habrá de partir del respeto a esta actitud, y además deberá potenciarla. De otro modo, la intervención educativa sobre el ocio podría degenerar en un tipo de actuación que se ocupase fundamentalmente en distraer, divertir o aun "culturalizar" al personal a base de ofrecerle actividades estrictamente planificadas y dirigidas; se olvidaría que la autodeterminación en el qué y en el cómo de la actividad es precisamente uno de los valores más importantes del ocio. El ocio no hay que consumirlo sino crearlo, y la educación para el tiempo libre ha de dirigirse a fomentar y no a suplir la capacidad de hacerlo.
Con todo ello, puede ya distinguirse entre lo que constituyen actividades, programas y medios educativos no formales cuya única relación con el tiempo libre consiste en que transcurren en él, y las actuaciones educativas que toman como objetivo y medio el ocio en sí mismo. Son estas últimas las que cabría considerar propiamente en el marco de la pedagogía del ocio. Muchos programas y medios, aunque tengan lugar en el tiempo libre, quedarían excluidos. Y no porque no sean legítimos, valiosos o convenientes, sino porque aún se orientan funcionalmente en el reino de la necesidad.
La reflexión y la actuación pedagógica sobre el ocio no puede surgir más que de una situación en la que el tiempo liberado del trabajo sea cuantitativamente considerable y en la que se presienta su crecimiento hacia la llamada "civilización del ocio". Pero también han contribuido a la actuación pedagógica un conjunto de factores sociales ligados a las transformaciones de la vida cotidiana y familiar. Es un hecho la proliferación de instituciones y recursos dirigidos al tiempo libre, sobre todo infantil y juvenil, que asumen explícitamente una dimensión educativa: centros de esparcimiento, colonias de vacaciones, escultismo, ludotecas, parques infantiles, asociacionismo juvenil, talleres de expresión, etc.


Algunas de estas instituciones nacieron con el propósito ya definido de atender a una serie de aspectos educativos, muy directamente relacionados con las ocupaciones más propias del tiempo libre, que la escuela no atendía o no lo hacía suficientemente: la sociabilidad, el juego, la expresión artística, el conocimiento y respeto a la naturaleza, etc. Otras instituciones han ido evolucionando; primero han tomado el tiempo libre sólo como un medio y, posteriormente, han hecho de él su objetivo primario. El caso de las colonias de vacaciones es muy ilustrativo. Surgieron en el último tercio del siglo XIX con el predominante fin higienista de procurar a los niños débiles y enfermos de la ciudad unas estancias saludables en el campo, pasaron a entenderse más adelante como una extensión de la actividad escolar, para asumirse finalmente como medio destinado explícitamente a la educación del ocio.
Pero la eclosión de instituciones y recursos para el tiempo libre no se explica sólo ni fundamentalmente por la lucidez prospectiva de la pedagogía, en el sentido de que ésta se proponga preparar al niño de hoy para la "civilización del ocio" del mañana. Hay factores estructurales de la vida social que están en la base de la creciente necesidad de adecuar recursos para el ocio infantil. La transformación urbanística, el trabajo de los padres, la dispersión familiar, el paro juvenil, etc., son factores que crean la necesidad de colonias de vacaciones, centros juveniles, ludotecas, parques infantiles... En cierto modo, las ludotecas, por ejemplo, representan la compensación pedagogizada de la expropiación de la calle a que han sido sometidos los niños por los automóviles.
La escuela y la familia, como instituciones básicas encargadas de la infancia, van siendo insuficientes para atender educativamente a los niños, o, incluso, simplemente para custodiarlos. Las instituciones y recursos no formales acuden entonces a completar su acción y, en ciertos aspectos, a suplirla.

martes, 21 de mayo de 2019

El mundo del trabajo y la formación profesional

Una de las áreas que ha generado la puesta en práctica de un mayor número de experiencias y medios educativos no formales, ha sido la relacionada con la capacitación profesional y el mundo del trabajo. Se ha acudido a los medios no formales para atender a necesidades creadas, en parte, por algunas deficiencias casi endémicas de la escuela y demás instituciones formales, y en parte por un conjunto de factores sociales, económicos y tecnológicos que determinan en la actualidad nuevas demandas del sistema productivo al sistema educativo.
La escuela, siguiendo la interpretación que de ella ha hecho J. S. Bruner (1972), representa algo así como la institucionalización del aprendizaje descontextualizado; esto es, del aprendizaje separado de los ámbitos reales donde se producen y aplican los conocimientos. Si en las sociedades primitivas la mayor parte del aprendizaje necesario podía darse directamente en el contexto de la acción inmediata, la ascendente complejidad de la organización social y de las técnicas productivas trajo consigo que ciertas capacidades o contenidos no fuesen ya aprehensibles mediante el contacto directo con los modelos, exigiendo un proceso metódico de enseñanza: la escuela nació para atender esta necesidad. Supone, por tanto, un proceso separado de la producción que, como dice M. A. Manacorda (1969), "se sitúa frente al trabajo como no-trabajo". Ello no significa, claro está, que quepa interpretar a la escuela como una institución desligada de las relaciones de producción. Al contrario: la escuela, que en sí misma es "no-trabajo", carece de sentido al margen del marco histórico de la división social del trabajo. La escuela, incluyendo en este concepto a la universidad y demás variantes institucionalizadas de enseñanza, ciertamente ha estado orientada a cierta formación profesional (la de los escribas y ciertas profesiones liberales y técnicas, por ejemplo), pero en cualquier caso, y salvo excepciones, se ha tratado de tareas no manuales y de élite. Desde el siglo XVIII hasta el presente, con Rousseau, Pestalozzi, Fröbel, los pedagogos de la Escuela Nueva, sobre todo Dewey y Kerchensteiner, se ha pretendido reintegrar educación y trabajo manual. Sin embargo, en ningún caso llegará a realizarse una integración plena entre educación y trabajo.

Como dice A. Visalberghi (1980):

En realidad, Pestalozzi -como más tarde una buena parte de los pedagogos de los siglos XIX y XX- cayó en la trampa de la situación paradójica de quien intenta enlazar dos realidades distintas, la escuela y el trabajo.

El trabajo de las Escuelas Nuevas o activas es sólo un sucedáneo del trabajo productivo real; en cierto modo, se trata de un artificio didáctico que, sin duda, facilita el aprendizaje, pero que no supone ninguna aproximación relevante entre las estructuras productivas y las educativas. Desde posiciones menos pedagógicas y en el marco de proyectos globales de transformación de las relaciones sociales de producción, ya algunos socialistas utópicos (Fourier y Owen, sobre todo), y luego Proudhon, Marx y lo más coherente de la tradición pedagógica socialista, harán propuestas en la línea de un acercamiento más estrecho entre educación y trabajo, con la formación politécnica o polivalente como meta. Esta orientación, sin ser llevada a su pleno cumplimiento y a veces con deformaciones notables, ha generado, no obstante, experiencias interesantes de combinación entre enseñanza y producción material en los países llamados de "socialismo real".
En la actualidad, y ya desde perspectivas no sólo socialistas, se ha vuelto a poner sobre el tapete la necesidad de replantear las relaciones existentes entre el mundo de la educación y el de la producción. El desajuste entre lo que el sistema educativo formal produce y las necesidades del mercado laboral (lo que ha sido llamado "inadaptación del producto"); el requerimiento cada vez más obvio de una readaptación técnica del trabajador (reciclaje y perfeccionamiento profesionales); los procesos frecuentes de reconversión industrial que obligan a preveer paralelamente procesos de reconversión profesional para la población afectada; la necesidad de atender, en países con grandes déficits de escolarización, a procedimientos rápidos de capacitación para el primer empleo de los jóvenes, etc., son, entre otros, los factores que, incluso desde perspectivas puramente tecnocráticas, fuerzan al replanteamiento aludido de la relación entre la enseñanza y el trabajo.
Interesa resaltar aquí cómo la escuela y el sistema educativo formal, al menos con su tradicional estructura, se muestran casi obsoletos para atender a aquellos requerimientos del mundo del trabajo. L. Emmerij (1974) habla de la "tendencia caníbal del sistema escolar", en el sentido de que la educación tiende a consumir sus propios productos: cada nivel de escolaridad prepara sólo para el siguiente antes que para la vida activa y el trabajo. Es incluso dudoso que, en muchos casos, al final del ciclo se haya logrado una capacitación adecuada al ejercicio profesional.
Es en este marco que hay que considerar las realizaciones no formales relacionadas con el mundo del trabajo. Conforman un conjunto amplio y heterogéneo de programas, generalmente desconectados entre sí, promovidos por una también variada gama de instancias. Entre ellas, ministerios diversos (de trabajo; de agricultura, del ejército, además del de educación), asociaciones sindicales y profesionales, y, sobre todo, hay que citar a las propias empresas, que cada vez más tienden a dotarse de sus propios medios para la formación, el reciclaje y el perfeccionamiento de sus empleados. 

lunes, 13 de mayo de 2019

La educación permanente y de adultos

La educación permanente es la expresión reciente de una vieja preocupación.
M. Gadotti, L'éducation contre l'education (adaptado)

Cada vez más se tiende a considerar a la educación permanente no tanto un tipo, una forma concreta, o un sector de la educación, cuanto una concepción de la educación misma. Si se quiere: una manera de entender el concepto de educación; una idea que permite intuir el hecho continuado e inacabado del proceso de educarse y, como consecuencia, la necesidad de integrar y armonizar los factores y las acciones que inciden en él. En este sentido, decía P. Lengrand (1973) que la educación permanente es "la educación en la plenitud de su concepción, con la totalidad de sus aspectos y de sus dimensiones, en la continuidad ininterrumpida de sus desarrollos, desde los primeros momentos de la existencia hasta los últimos, y en la articulación íntima y orgánica de sus diversos momentos y de sus fases sucesivas". La idea de educación permanente desborda pues el marco escolar; éste deja de ostentar el monopolio de la educación, pero tampoco la escuela queda excluida de la educación permanente. Como explicita R. H. Dave (1979), "la educación permanente incluye modelos de educación formal, no formal o informal".
El concepto de educación permanente se extendió y popularizó a partir de la segunda mitad del siglo XX, aun cuando la expresión fuese ya anteriormente utilizada, y la idea tuviera antiguos y prestigiosos antecedentes. Sea como fuere, la eclosión del concepto a finales del siglo pasado era ya un hecho.
Son multitud de factores los que habrían de considerarse para interpretarlo: sociales y políticos, económicos y productivos, demográficos y ecológicos, culturales y científicos, y también estrictamente ideológicos. En este último sentido, M. Gadotti (1979) analiza la educación permanente en tanto que discurso ideológico que puede "disimular la desigualdad y la injusticia"; como "expresión de la conciencia tecnocrática"; como "racionalización productivista y mecanismo de dependencia sociocultural"; como "instrumento al servicio de la despolitización de la masa". Hay quien habla también de la educación permanente como de una "poción mágica" o de una "nueva religión".
Aun cuando el concepto de educación permanente no se agota en la educación de adultos, ésta constituye uno de los ámbitos sobre los que con más presión la idea de educación permanente exige intervenir. Tradicionalmente, las actuaciones pedagógicas organizadas se han centrado en la infancia y la juventud, quedando las edades siguientes de la vida ajenas a cualquier servicio educativo institucionalizado. Era, pues, la educación de adultos el sector sobre el que el concepto de educación permanente reclamaba mayor atención.
Las funciones y áreas de actuación que comprende la educación de adultos son múltiples. Hablamos de funciones de sustitución, de complemento y de prolongación de la educación básica para aquellos adultos que habían recibido muy poca o ninguna escolarización en su infancia; y también de funciones de perfeccionamiento para quienes entonces pudieron acceder a niveles más elevados de formación institucional. La educación de adultos puede ir dirigida, por un lado, hacia aspectos relativos a la actividad laboral y hacia dimensiones de la vida social e individual ajenas a la misma (tiempo libre, vida cotidiana y familiar, etc.).
De todas formas, es preciso reconocer que hasta el momento, y por comprensibles razones de prioridad, la educación de adultos ha estado sobre todo polarizada en funciones compensatorias. Es decir, la educación de adultos ha hecho referencia preferente a la tarea de atender a aquellos sectores de la población adulta que por factores socioeconómicos se han visto privados, total o parcialmente, de una formación escolar mínima o suficiente. Por decirlo así, parece a veces como si la educación de adultos fuera dirigida a lo que de niños tendrían ciertos adultos; esto es, la ignorancia de los elementos básicos de la cultura y la falta de capacitación en habilidades y destrezas intelectuales (alfabetización, por ejemplo) necesarias para participar plenamente en la vida social y profesional.
En la misma línea, hay que notar también cómo la educación de adultos se ha visto viciada metodológicamente, en su origen y en su desarrollo, por la tarea de sustituir a la educación infantil no recibida. La propia inercia de un sistema educativo volcado sobre la infancia hizo que la educación de adultos se contagiara de las metodologías y formas tradicionales de la enseñanza infantil. Casi cabría hablar de una infantilización de la educación para adultos, dándose la paradoja de que si la pedagogía tradicional había considerado al niño como un adulto en miniatura, la pedagogía que miméticamente se adoptaba para los adultos trataba a éstos como adultos infantilizados.

Paulo Freire (1921-1997)
De todos modos, poco a poco, la educación de adultos ha ido creando sus propias metodologías, desmarcándose de los modelos convencionales hasta tal punto que algunos la consideran como un factor de innovación en relación a los procedimientos educativos en general. Debe citarse, por ejemplo, el caso de Paulo Freire, cuyas teorías, metodologías y experiencias en el campo de la alfabetización de adultos han supuesto una fuente de sugerencias teóricas y técnicas aplicables, con las adaptaciones debidas, a otros sectores educativos.
Con la educación de adultos ha de producirse algo paralelo a lo que en su momento pretendió la mejor pedagogía escolar: adaptar los métodos, los contenidos y las estructuras educativas a los sujetos receptores de la educación. La "revolución copernicana" que intentó en la escuela lo más granado de los movimientos de renovación pedagógica del siglo XX, ha de darse igualmente en la educación de adultos. El aprendizaje adulto tiene sus requerimientos metodológicos específicos, que provienen tanto de la dimensión psicogénica de la adultez como del rol social que a tal estadio se asigna. Por ello, las instituciones y procedimientos convencionales del sistema educativo formal generalmente se resuelven como poco adecuados a las condiciones particulares (psíquicas, laborales, familiares, sociales, etc.) del estado adulto.